«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: «No matarás», y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano «imbécil» tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama «renegado» merece la condena del fuego. Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito, procura arreglarte en seguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último cuarto”». (Mt 5,20-26)
Decía Monseñor Demetrio Fernández —obispo de Córdoba— que la primera tarea en este camino que iniciamos el miércoles de ceniza con destino a la Pascua es desenmascarar al demonio, como hizo Jesús retirándose al desierto.
¿Por qué digo esto? Porque vivimos muchas veces como los fariseos, y caemos en lo que el Papa ha llamado en su mensaje de cuaresma la globalización de la indiferencia. Es importante pararse ante esta Palabra y mirarla de frente. ¿Dónde te encuentras? ¿Es tan radical que no te dice nada? ¿Te justificas? ¿O por el contrario te denuncia? ¡Conviértete! es la invitación que la Iglesia nos hace en este tiempo. Pero recibimos esta invitación con mentalidad moralista y la rechazamos porque pensamos que significa que yo tengo que ser el ser más perfecto de la creación para demostrar mis bondades. Este es el engaño del «mentiroso», que utiliza la ley para matarnos. El fariseo es el que vive en una moral constante porque se apoya en sus fuerzas y como no puede llevar a cabo —con sus fuerzas— lo que la ley le dice, vive en una constante mentira; es un hipócrita. Convertirse significa dejar que Dios sea el que construya tu vida. Es una invitación a entrar en el desierto para experimentar en nuestra debilidad el poder de Dios; cómo en el sufrimiento Él nunca nos abandona.
El hombre nuevo del que habla hoy el evangelio es el que puede celebrar verdaderamente la Pascua porque ha visto en su desierto, allí dónde su inteligencia y habilidad no le sirven para nada, allí donde el absurdo se hace patente, que Dios provee. Si miramos esta palabra y no creemos que se puede hacer carne en nosotros no tenemos el Espíritu de Jesucristo ni le hemos visto de cerca, y de ahí nuestra tristeza, porque la Resurrección de Jesucristo se patentiza en hombres y mujeres que viven negándose a sí mismos para que se vean las actitudes a las que nos invita Jesús en el Evangelio. Este hombre nuevo es el que puede salvar a la generación de hoy que vive en tinieblas dándose golpes contra la pared. A María se le anunció que iba a dar a luz a este hombre y acogió esta Palabra: se «convirtió» a la Buena noticia, al poder de Dios, a la promesa del Ángel Gabriel.
Si hoy vives en el rencor, si tienes enemigos, si no puedes perdonar, estás sumido en la muerte más profunda y el Señor te mira con ojos de misericordia y te invita a dejar a un lado esa ofrenda que pones con esfuerzo y a seguirle. María dijo “hágase”; Mateo no le propuso nada al Señor sino que le invitó a su casa y después de un encuentro profundo con Él, y sin ningún tipo de esfuerzo, despreció el poder del dinero. Hoy la Iglesia te invita a no mirarte a ti mismo en tu debilidad, que es lo que hace Satanás cada día contigo, sino a mirar a Jesús que tiene el poder de llevarte a la Pascua. La Pascua no se puede celebrar desde el moralismo, desde el esfuerzo. La Pascua es una gracia que se da gratis a los mansos y humildes de corazón.
Ángel Pérez Martín