«En aquel tiempo, María dijo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia —como lo había prometido a nuestros padres— en favor de Abrahán y su descendencia por siempre”. María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa». (Lc 1,46-56)
Justamente la que guardaba todo en su corazón, la callada, la que nunca alzaba la voz por no ofender, la sencilla, la humilde, la discreta…, ante la llegada del Espíritu Santo que invade todo su ser, por haberle dicho “sí” al Señor rompe en esta proclamación de alabanza. Pues no te puedes callar cuando la obra que realiza este Niño que nace en ti es tan prodigiosa que no han visto tus ojos cosa igual.
Al igual que Juan el Bautista, que nos decía que él tiene que menguar y Jesús crecer, así María habla de la grandeza del Señor, como no considerándose digna de tanto prodigio; recibiendo, como ella misma bien dice, la alegría del Espíritu, que es la única alegría verdadera. Tanto que se considera esclava por no merecer tanto de su Señor.
Es tan grande la obra, y es testigo de ello, que desde ese momento sabe que lo ocurrido es para todas las generaciones, comprobando en su ser que se puede llegar a ser santo pues Él es santo.
Lo mismo que en María, si le dejamos, también Él quiere hacer grandes obras en nosotros. Solo necesitamos decirle “sí, hágase en mí según tu Palabra”.
Fernando Zufía