«En aquel tiempo, miles y miles de personas se agolpaban hasta pisarse unos a otros. Jesús empezó a hablar, dirigiéndose primero a sus discípulos: “Cuidado con la levadura de los fariseos, o sea, con su hipocresía. Nada hay cubierto que no llegue a descubrirse, nada hay escondido que no llegue a saberse. Por eso, lo que digáis de noche se repetirá a pleno día, y lo que digáis al oído en el sótano se pregonará desde la azotea. A vosotros os digo, amigos míos: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer más. Os voy a decir a quién tenéis que temer: temed al que tiene poder para matar y después echar al infierno. A este tenéis que temer, os lo digo yo. ¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno solo se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados. Por lo tanto, no tengáis miedo: no hay comparación entre vosotros y los gorriones”». (Lc 12,1-7)
Siempre nos descoloca un poco la dureza de Jesús con los fariseos y los maestros de la ley, que se encuentra en todos los textos evangélicos. Esta de Lucas es una de la diatribas que les dedicó. Les acusa de hipócritas porque presumiendo de ser guardadores de la verdad, su soberbia se ha resistido a las enseñanzas de los profetas, que una y otra vez les mandó Dios para ir modelando sus corazones endurecidos. Si el alma no está blanda, abierta, dispuesta a aceptar las palabras proféticas, estas caerán en terreno pedregoso.
Sin embargo, hubo fariseos como Nicodemo, José de Arimatea y otros, que siguieron al Señor y fueron sus discípulos; y después de Pentecostés muchos se unieron a la naciente Iglesia de Jerusalén, aunque siguieron siendo fieles observadores de la ley, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles.
El Señor nos asegura: “Nada hay cubierto que no llegue a descubrirse”. Aunque te hagas el bueno un día se conocerá. Es mejor, pues, la postura humilde del que reconoce su pecado: “Te manifesté mi pecado, no te encubrí mi delito, me dije: ‘Confesaré al señor mi culpa’ y tú perdonaste mi culpa y mi pecado” (Sal 31,5); “Yo confieso mi culpa, me aflige mi pecado” (Sal 37,19). Es necesario huir de la hipocresía.
Es fácil humillarse ante Dios todopoderoso e inmenso, y reconocer nuestra culpa y pequeñez. Pero no es tan fácil mostrarse humilde ante el hermano y, sobre todo, no considerarse mejor ante sus defectos y errores. La tentación de decir “nosotros los buenos” es corriente entre los que se creen escogidos y portadores de la verdad: la soberbia espiritual.
Jesús nos previene, además, del temor a los perseguidores: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer nada más”. Tenemos que temer a los que nos influyen en la sociedad con sus errores, a los que nos convencen de que no existe mal ni pecado en determinados comportamientos, nos desvían del camino recto y pueden llevarnos a la condenación.
Y termina con una frase que nos demuestra la atención y la cuidadosa protección de Dios sobre sus criaturas, asegurando que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados. Intentemos cumplir su voluntad y sintámonos tranquilos en sus amorosos brazos de Padre.
Mª Nieves Díez Taboada