«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes ¿Entendéis bien todo esto? Ellos les contestaron: “Sí”. Él les dijo: “Ya veis, un escriba que entiende el reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo”. Cuando Jesús acabó estas parábolas, partió de allí». (Mt 13, 47-53)
1) La Iglesia nos propone hoy la última de las siete parábolas que San Mateo expone en su capítulo 13, seguida de la conclusión final (la parábola del sembrador, la de la cizaña, la del grano de mostaza, la de la levadura, la del tesoro escondido en el campo, la del comerciante de perlas finas y esta de hoy). El evangelista no expone las enseñanzas de Jesús por parábolas de un modo desordenado, según, le vienen a la mente…; tiene más bien un esquema: así como hay un par de parábolas sobre el crecimiento y desarrollo del reino de los cielos (la del grano de mostaza y la de la levadura), y otras dos concernientes al valor de ese mismo reino (la del tesoro escondido y la del comerciante de perlas preciosas), también hay dos que nos describen la mezcla que hay en este reino presente (la del trigo y la cizaña, y esta, la parábola de la red). Cada par de parábolas están dedicadas al mismo tema, pero tienen sus diferentes matices.
2) Me gustaría notar, ante todo, el gesto de Jesús al iniciar sus enseñanzas en este capítulo parabólico: «Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al mar» (Mt 13,1). Sentarse no es un gesto indiferente, sino que tiene en el pueblo un significado especial, propio del maestro de la Ley que enseña a las gentes —«En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos» (Mt 23,2)—, con lo que Jesús está adoptando una postura que indica a las claras quién es el nuevo Maestro, como dice más solemnemente antes de «abrir su boca» en el sermón de la montaña: «Al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos…» (Mt 5,1); es más, adopta esta postura incluso desde la barca de Simón Pedro —«desde la barca, sentado, enseñaba a la gente» (Lc 5,3)—, detalle este (el que se tratara de la barca de Pedro) que muy bien podría indicarnos que luego, en la «otra barca de Pedro», la Iglesia, fundada sobre él, allí estaría la cátedra del mismo Jesús.
3) Por lo que atañe a nuestra parábola de hoy, se pone de relieve, al igual que en la parábola del trigo y la cizaña, que habrá una futura separación entre todos los que están en el reino, peces buenos y peces malos (como antes el trigo y la cizaña), de modo que habrá un castigo para los inicuos. Jesús, pues, no se muerde la lengua y anuncia que habrá buenas nuevas para los buenos, y no oculta, sino que profetiza, malas noticias para los que rechazan el reino. De hecho ya se había pronunciado contra Corozaín, Betsaida, Cafarnaún (ver Mt 11,20-24) y contra la generación de su época (ver Mt 12,41-42). Al final de su evangelio fue mucho más explícito (ver el pasaje del juicio final en 25,31-46), como lo sería también San Juan: «Viene la hora en que los que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio» (5,28-29). Podríamos recordar otros pasajes en los que se declara que «no todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos» (Mt 7,21), o si uno llama a su hermano «“necio”, merece la condena de la gehenna del fuego» (5,22), o «más te vale perder un miembro que ser echado entero en la gehenna» (5,29 y 30); «no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (10,28): este es el «lago de fuego» del que habla el Apocalipsis (20,12-15 y 21,8), donde «el gusano no muere y el fuego no se apaga», según San Marco (9,43 y 48): «Allí será el llanto y el rechinar de dientes» (evangelio de hoy: 13,50), expresión recurrente en este evangelista (ver Mt 8,12; 22,11-13; 25,30).
4) Esto explica más que suficientemente, por una parte, la necesidad de la conversión, tal como empezó su predicación Jesús (ver Mc 1,5 y el mismo Mt 4,17); y no «por si acaso» caemos en el lado de los inicuos encizañados o somos de los peces malos recogidos en la red…, sino porque, por otra parte, caer del lado de los justos o ser de los peces buenos es pura gracia de Dios: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles…» (Sal 127,1 ss.). San Agustín hubo de afilar mucho sus armas intelectuales para refutar el semipelagianismo; el pelagianismo (la gracia es fruto del esfuerzo personal) era demasiado burdo para ser aceptado; en cambio, el semipelagianismo (todo lo que conduce al hombre como itinerario al acto de fe sí es fruto de él mismo) había encontrado hueco en algunos sectores de la Iglesia (hoy también) y necesitaba más argumentos hasta convenir que todo, absolutamente todo, en el plano sobrenatural, es gracia y solo gracia de Dios, quien, por su parte nos la ofrece, y gratuitamente, en su Hijo muerto y resucitado por nuestros pecados.
5) Quedamos así inermes y desnudos para «ascender» al Padre: él pasa como en un tren y nos tiende la mano; en nosotros está, viendo cómo nos anima y nos impulsa, aferrarnos a ella y subir al vagón. Me habré convertido entonces en ese escriba de la conclusión de todo el capítulo 13 de San Mateo, en un cristiano ya docto en la fe —me adhiero a ti, Señor—, en la esperanza —confío en que tú, Señor, me pesques y me cuentes entre los peces buenos—, y en la caridad —atráeme a ti, Señor, para que pueda amarte con todo el corazón, con toda el alma y con todas mis fuerzas, y al prójimo como a mí mismo.
Jesús Esteban Barranco
2 comentarios
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