El domingo del Buen Pastor, el IV de Pascua, celebraba la Iglesia la Jornada Mundial de Oración por las vocaciones, con el lema elegido por Benedicto XVI: “Las vocaciones al servicio de la Iglesia-misión”. Esto me trae a la memoria algunas de las palabras entresacadas del diálogo que Jesús, sentado en el pozo de Siquén, entabló con la mujer samaritana que había acudido con su cántaro a recoger agua: “Si conocieras el don de Dios y quién te pide de beber” (Jn 4,10).
Para comprender y valorar el don del sacerdocio, vamos a sumergirnos en la Historia de Salvación puesta en marcha y conducida por Dios, con objeto de adentrarnos en ella y establecer su paralelismo con la elección y misión de la tribu de Leví, en el seno del pueblo elegido.
contad a los pueblos la gloria del Señor, sus maravillas a las naciones
Al conquistar la tierra prometida, Dios la dividió en once tribus o lotes repartiéndolos entre todas las tribus surgidas de la descendencia de Jacob menos una: la de Leví. Fue así porque Yahvéh promulgó solemnemente que Él mismo era y había de ser el lote, su porción, la heredad de esta última. “Yahvéh dijo a Aarón: Tú no tendrás heredad ninguna en su tierra; no habrá porción para ti entre ellos. Yo soy tu porción para ti entre ellos. Yo soy tu porción y tu heredad entre los israelitas” (Nm 18,20).
Las once tribus restantes tienen el oficio de trabajar la heredad que se les ha dado, y desentrañar sus riquezas —las minerales, la agricultura y ganadería, etc.— para beneficio de todo el pueblo. Pero el oficio de Leví es incomparable. Sus hijos tienen la misión de “desentrañar la infinita riqueza del Misterio de Yahvéh” y darlo a conocer, ofreciéndolo como alimento a todos los israelitas. No desentrañan el Misterio de Dios por medio de adivinos, videntes o elucubraciones mentales, sino sumergiéndose en el instrumento ofrecido por el mismo Dios: su Palabra, con su consiguiente experiencia de Amor y Salvación.
A pesar de estar bajo el velo del Antiguo Testamento, los hijos de Leví conocieron y valoraron el don que habían recibido de Dios. “Guárdame, oh Dios, en ti está mi refugio. Yo digo a Yahvéh: Tú eres mi Señor, mi bien, nada hay fuera de ti” (Sal 16,1-2).
Dios ha llenado de bienes toda la creación, por supuesto también la tierra que les ha regalado; pero el Misterio que Él ha llamado a desentrañar a la tribu de Leví a favor de todos, es “su bien” por excelencia. Por esta razón el alma, el cuerpo y el ser del salmista, hijo de Leví, se rompe en un canto de gratitud confesando y proclamando que desborda de alegría y plenitud a causa del lote, la heredad que le ha tocado en suerte: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en su mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sal 16,5-6).
A la luz de la forma de actuar de Dios con Israel, podemos recoger las palabras que dijo Jesús a la samaritana —“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber”—, y proponer el siguiente paralelismo: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice ¡Ven y sígueme!”.
“ya no os llamo siervos, a vosotros os llamo amigos”
Rasgado en el Calvario el velo que separa al hombre de Dios (Lc 23,45), la nueva tribu de Leví, los que reciben el nuevo don de Dios, desentrañan su Misterio y su Espíritu oculto en su nueva heredad: el Evangelio. Desde él, los nuevos sacerdotes alimentan los espíritus hambrientos, de forma que puedan creer y desarrollarse hasta su plenitud, hasta alcanzar la estatura de Jesucristo, como dice el apóstol Pablo (Ga 4,19)
La plenitud de la misión de los nuevos hijos de Leví ya había sido profetizada por Jeremías en lo que, dentro de su cuerpo profético, llamamos sus escritos de consolación: “Porque ha rescatado Yahvéh a Jacob, y le ha redimido de la mano de otro más fuerte… Entonces se alegrará la doncella en el baile, los mozos y los viejos juntos, y cambiaré su duelo en regocijo, y les consolaré y aliviaré de su tristeza; empaparé el alma de los sacerdotes de grasa, y mi pueblo se saciará de mis bienes” (Jr 31,11-14).
La profecía no puede ser más esperanzadora. Yahvé va a empapar el alma de los sacerdotes de su pueblo con su gracia, con su Palabra. Enriquecidas así estas almas, empapadas y marcadas por las huellas de Dios, todo el pueblo se saciará de sus bienes. En definitiva, Dios empapará el alma hambrienta de sus sacerdotes, los cuales, a su vez, alimentarán toda alma que reciba y acoja las palabras de gracia que salen de sus bocas.
La promesa del profeta ya se había hecho realidad en tantos hijos e hijas de Israel, auténticos buscadores de Dios; como, por ejemplo, cuando el salmista describe la Palabra como gozo del corazón, luz de los ojos, más apetecible que el oro, más agradable al paladar que el jugo de panales. Culmina esta descripción tan rica de los bienes propios de la Palabra con esta confesión: “Por eso tu servidor se empapa de ella, gran ganancia es guardarla” (Sal 19,12).
vosotros que gustasteis el vino nuevo, llenad el vaso al sediento
Seguimos avanzando en la misma línea y nos servimos ahora del profeta Isaías: “¿No será más bien este otro el ayuno que yo quiero: desatar los lazos de maldad, deshacer las coyundas del yugo…, no será partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin hogar recibir en tu casa? ¿Que cuando veas a un desnudo le cubras, y de tu semejante no te apartes? Entonces clamarás, y Yahvéh te responderá; pedirás socorro, y te dirá: Aquí estoy” (Is 58,6-9).
Estos datos catequéticos ofrecidos por el profeta, sirven para todo el pueblo. No obstante, a continuación anuncia una obra de misericordia que podríamos encuadrarla específicamente en aquellos que tienen la misión de desentrañar el misterio de Dios y extraer de él el alimento, el pan, con el fin de poder reanimar las almas desfallecidas y desnutridas: “Si repartes al hambriento el pan de tu alma y al alma afligida dejas saciada, resplandecerán en las tinieblas tu luz, y lo oscuro de ti será como el mediodía” (Is 58,10).