En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día»
Entonces decía a todos:
«Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?». Lc 9, 22-25.
Hemos comenzado el tiempo de Cuaresma, y la Iglesia nos invita a vivir estos días preparando nuestra alma para acompañar a Nuestro Señor Jesucristo en su Pasión, en su Muerte, en su Resurrección..-
“El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, los sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.
El anuncio del Señor deja desconcertados a los Apóstoles. No esperaban palabras semejantes. ¿Cómo puede ser ejecutado el autor de la vida? ¿Cómo puede morir el Creador del mundo? ¿Cómo puede caer en manos de la muerte Quien ha resucitado muertos?
Los Apóstoles no se han hecho cargo todavía de la profunda realidad del mal del pecado; de la rebelión del hombre contra el amor de Dios que el pecado lleva consigo; y tampoco han llegado a vislumbrar el mal que el hombre se hace a sí mismo en el pecado.
El tiempo de Cuaresma trae a nuestra memoria, a nuestra consideración, ese pecado del mundo; esa rebelión del hombre contra Dios, que Cristo ha venido a vencer, y venciéndola, a abrir nuevos caminos al hombre para que se arrepienta y vuelva a Dios; al Amor de Dios.
Con el pecado llegó la muerte al mundo. La soberbia, el orgullo, la ira, el odio, la lujuria, el desenfreno sexual, el egoísmo, la envidia, etc. Acciones pecaminosas del hombre que reducen los horizontes de su propia vida, y le llevan a no relacionarse con Dios, a no rezar, a despreciar a Dios, a encerrarse en la oscuridad de su propia miseria. La obstinación en el pecado lleva a considerar que en el pecado encuentra el hombre su “felicidad”.
“Si alguno quiere venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga”
Negarse a “sí mismo” no es perder la personalidad, ni dejar de pensar en el horizonte vital que el hombre tiene ante sí. No. Es, sencillamente, negarse al “amor propio”, y abrirse al “amor a Dios”, al “amor y al servicio de los demás”. Arrepentirse de su pecado, aborrecerlo, y afirmar en su alma el deseo de amar a Dios..
El Señor invita, no impone: “si alguno quiere”-
Les anuncia su ejecución, su muerte, para que sean conscientes de la importancia de la batalla que está, y estará, siempre viva en el mundo entre el gran pecador, el diablo; y los hombres que buscan a Dios.
Esa “cruz de cada día” es la lucha para vencer las tentaciones del diablo, para vencer las tentaciones que el pecado enraizado en nosotros, nos presenta todos los días. Es la batalla para perdonar a quien nos hace, o quiere, hacer mal; para amar a los enemigos de nuestra alma y de nuestra persona, y rezar por ellos pidiendo al Señor su conversión. Es el empeño por ser más amables con todos, por anhelar sembrar alegría y paz a nuestro alrededor; es el deseo de compartir nuestros bienes con los más necesitados, y servir, con amor, a todo el que nos necesite; es la batalla para ser castos, cada uno es su estado de vida.
“Pues el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?”
Junto a la realidad del pecado, y del mal que se hace a sí mismo el hombre pecador, Jesucristo les invita –y a nosotros con ellos- a pensar en la vida eterna, en la salvación de nuestra alma. La apariencia de este mundo pasa, los triunfos, las glorias terrenas, se desvanecen apenas transcurren los días; nada queda en pie de lo que “construye” el hombre, pero él no deja nunca de ser quien es, su vida no acaba en la sepultura.
. Cristo ha vencido a la muerte, y nos anuncia también hoy su Resurrección. Y con su Resurrección, la eternidad de nuestra propia vida. Y nos abre el horizonte del Cielo, de vivir en Dios, en Cristo, con Cristo, por Cristo; y nos da la gracia de rechazar el pecado y, con el pecado, el infierno: la eterna soledad del hombre alejado d Dios, sin el amor de Dios.
Pidamos a la Virgen Santísima, “refugio de los pecadores”, que nos acompañe en esta Cuaresma; y nos ayude a descubrir, en cada paso de la vida de Cristo, el Amor que mueve Su Corazón, que le lleva hasta la muerte de cruz, para salvarnos de nosotros mismos y de nuestro pecado.