«Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos contestaron: “Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro tomó la palabra y dijo: “El Mesías de Dios”. El les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Y, dirigiéndose a todos, dijo: “El que quiera seguirme, que se niegue a si mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará». (Lc 9, 18-24)
Jesús, después de orar, hace una pregunta a sus discípulos, y nos la hace también a nosotros, a los que, hoy, nos contamos entre sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Pero después les hace, y nos hace otra pregunta mucho más comprometida: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Porque ahí está el punto central, no en lo que dice el mundo sobre Jesús, sino en lo que dicen los discípulos, los apóstoles, la Iglesia; nosotros, los cristianos, tú y yo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro nos da la respuesta. Pedro, como ahora el Papa Francisco, como ahora el obispo sucesor de los apóstoles, nos da la respuesta asistido por el Espíritu Santo: “El Mesías de Dios”.
Amigo, hermano, ¿tú y yo decimos lo mismo? Sí, si estamos en comunión con Pedro. Pero ahora viene el escándalo que producen las palabras de Jesucristo: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. A nosotros solo nos ha preguntado: ¿quién decís que soy yo?, y ante nuestra respuesta con Pedro, nos responde con su pasión, muerte y resurrección. Gran misterio es este que el Padre dará a conocer a los pequeños de sus discípulos, y a nosotros, en su momento, en el tiempo oportuno. Porque esta es la única verdad, el único camino y la única vía: el amor del Padre por ti y por mí manifestado en Jesucristo crucificado y resucitado de entre los muertos.
Mas el Señor no es tacaño, no se queda ahí, y tiene la generosidad de querer derramar este amor en nuestros corazones, por la gracia de su Espíritu Santo, quiere hacernos partícipes de este amor: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará”. Esta es la única felicidad verdadera: estar con Cristo.
EL Papa Francisco no para de repetir que la Iglesia no es una asociación benéfica, cultural o religiosa, es el Cuerpo de Cristo. Nuestra comunidad, nuestra parroquia no es un club de amigos, es el Cuerpo de Cristo. Y como el cuerpo no puede vivir separado de la cabeza, tampoco la Iglesia puede vivir separada de Cristo. Decía San Bernardo: “¿no formaría un conjunto monstruoso, un contraste extraño y discordante, si una cabeza coronada de espinas estuviera unida a unos miembros delicados; una carne triturada por los azotes a una carne alimentada en el fasto y la molicie?”. Por eso San Ignacio de Antioquía escribía cuando iba encadenado camino del martirio al circo de Roma: “Ahora comienzo a ser un digno discípulo de Cristo”.
Hermano, si ahora sufres, si tienes un sufrimiento que no entiendes, que te escandaliza, que te parece absurdo o injusto, alégrate, estás cerca de Cristo: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. “Conmigo” dice Cristo. Estar con Cristo, vivir con Cristo, como Cristo, en una unidad total y esponsal. Es con mucho lo mejor: estar con Cristo, con nuestro Esposo, en el lecho que el Padre ha tenido a bien prepararnos desde antes de la Creación del mundo. Alégrate.
Javier Alba