«Unos días después, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”». (Lc 1, 39-45)
María acababa de ser honrada con el título más insigne que cabe imaginar para un ser humano: ante el anuncio del ángel y su consciente aceptación, el Espíritu Santo pudo elevarla a la categoría de Madre de Dios. ¿Qué noble, aristócrata, princesa o reina puede concebirse que se aproxime a su rango? Su dignidad la introduce en la familia divina muy por encima de los demás hombres y de cualquier otro espíritu angélico.
Desde esta posición privilegiada lo primero que hace es ponerse en camino para servir a su prima, al conocer su avanzado estado de gestación. Va sin séquito ni ostentación alguna; es una pobre mujer anónima que, con exquisita delicadeza y asombrosa humildad, busca a alguien que la necesita para ofrecerse a su servicio. En esta actitud, el inefable gozo que sin duda la embargaba, pues no podía ser de otra manera llevando a Cristo en sus entrañas, la rebosa a ella y colma de dicha a su prima y hasta a la criatura que estaba gestando.
Esta escena constituye una impactante lección para todos nosotros que tantas veces nos dejamos arrastrar por el tedio que provoca en nuestro espíritu la rutina con que vivimos las cosas sagradas.
En efecto: si fuésemos conscientes de lo que supone la proximidad de Dios, temblaríamos de emoción después de comulgar; nos abandonaríamos en las manos del Señor con una sensación de placer inenarrable; cualquier pena o sufrimiento que hubiéramos de padecer sería motivo de agradecimiento a Dios por hacernos dignos de unirnos a la pasión de su divino Hijo y, en todos los acontecimientos —absolutamente en todos—, veríamos el amor que Dios nos tiene. Es decir, que viviríamos felices y con una sólida certeza en la esperanza de que estamos llamados a compartir con el Creador, para siempre, una dicha mucho mayor de la que somos capaces de imaginar.
Desgraciadamente, rara vez pensamos en estas verdades y, por falta de fe, no terminamos de creérnoslas; la vaciedad de las pequeñas cosas materiales llena nuestra mente, nos exaltan la imaginación y constituye la meta de cuanto aspiramos llegar a ser o a tener. En pocas palabras, perdemos la vida con una insatisfacción permanente, desaprovechando las gracias con las que Dios nos visita constantemente.
Además, conviene resaltar la manera en que busca María el servir en vez de ser servida: no da la menor importancia a su ofrecimiento, no “pasa factura” a su prima, el amor es el motor que la impulsa y transmite a los demás su paz y alegría.
Esta actitud no suele ser la de las personas que han conseguido un ascenso, una medalla en reconocimiento de sus méritos, una importante cantidad de dinero o cualquier otra cosa que provoca la admiración (y envidia) ajenas.
También es digna de elogio la postura de Isabel que, lejos de cualquier torcido pensamiento, goza reconociendo la grandeza de su visitante y reconoce su indignidad para merecer el honor de esta visita. Sabe y acepta cuál es su puesto sin afectación ni falsa humildad y se dejará ayudar, como se deduce de la continuación de este Evangelio.
Esto debería hacernos pensar en nuestro comportamiento cuando alguien, a quien reconocemos que está por encima de nosotros, nos trata con especial deferencia. En tal caso, ¿nos enorgullecemos?, ¿presumimos ante los demás que no fueron favorecidos con un trato semejante?, ¿adulamos servilmente al personaje “importante” para seguir mereciendo sus favores? Todas estas actitudes son fruto del pecado que habita en todo hombre y semilla de envidias e injusticias; por lo tanto, contrarias a lo que Dios quiere de nosotros.
Juanjo Guerrero