En aquel tiempo, Jesús, instruyendo al gentío, les decía: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes, y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa».
Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho; se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante.
Llamando a sus discípulos, les dijo: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir» (San Marcos 12, 38-44).
COMENTARIO
El Evangelio de hoy recoge dos comentarios del Señor: sobre el mal ejemplo que el pueblo fiel puede recibir de algunos escribas; y otro sobre el buen ejemplo que a todos nos da la viuda pobre.
Jesús, instruyendo a las gentes les decía: “¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencia en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones”.
Los escribas como los sacerdotes del antiguo Testamento y todos los que han recibido la misión de transmitir las palabras del Señor y educar al pueblo en la Fe, han de reconocer que su misión es servir a todos en el nombre del Señor, sin pretender privilegios especiales, ni llamar la atención; y han de dar buen ejemplo de que están viviendo aquello que predican en el nombre del Señor.
Hemos de rezar mucho por los sacerdotes para que se olviden de sí mismos, y renueven siempre el ofrecimiento de sus vidas a Dios, a Cristo, y así puedan servir siempre a todos anunciándoles la palabra del Señor, y expresando con su vida que el amor de Cristo llena su alma, su corazón.
Los sacerdotes necesitan nuestras oraciones para vivir cada día el mandamiento que el Señor hizo a los apóstoles, cuando la madre de Juan y Santiago le pidió que sus hijos se sentaran a su derecha y a su izquierda en el reino de los cielos. “Quien quiera ser primero entre vosotros, será vuestro siervo. Del mismo modo que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención por muchos” (Lc 20, 27-28).
Podemos pensar que nuestra oración tiene poca importancia para remover el alma de un sacerdote y sostenerle en el empeño de ser fiel a las enseñanzas de Cristo, a la tradición de la Iglesia. Nos engañamos.
Mientras Jesús contemplaba el edificio del templo, y las personas que depositaban limosnas para su cuidado, vio una viuda que echaba dos monedas de poco valor y dijo a sus discípulos: “En verdad os digo que esta pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.
Con estas palabras, el Señor nos recuerda que la Iglesia somos todos, que en la Iglesia todos somos importantes. Cada uno tenemos nuestra misión, como nos dice san Pablo en su carta a los Efesios, 4, 11-12: “Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo.”
A la vez todos tenemos la llamada a participar en la misión evangelizadora de la Iglesia, en su misión de santidad, en su misión de sostener la Fe, la Esperanza, y la Caridad en el mundo entero. ¿Nos acordamos de rezar y de ofrecer algo que nos cuesta más –ser amables, perdonar, no enfadarnos, llevar con paciencia y una sonrisa los dolores y los sufrimientos- por el Papa, por los sacerdotes, por nuestras familias y por todas? Así edificaremos todos los días la Iglesia, con nuestra limosna de amor a Cristo, a la Iglesia y a todos nuestros hermanos.
La Virgen Santísima, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia, Reina de las familias, y Madre nuestra nos ayudará edificar la Iglesia, y darle a Cristo la alegría de que su nombre llegue a los hombres y las mujeres de todo el mundo.