Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: «¿Cuánto me darán si se lo entrego?». Y resolvieron darle treinta monedas de plata. Desde ese momento, Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo. El primer día de los Ácimos, los discípulos fueron a preguntar a Jesús: «¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?». Él respondió: «Id a la ciudad, a la casa de tal persona, y decidle: “El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”. Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua. Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce y, mientras comían, Jesús les dijo: «Les aseguro que uno de ustedes me entregará». Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno: «¿Seré yo, Señor?». El respondió: «El que acaba de servirse de la misma fuente que yo, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!». Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó: «¿Seré yo, Maestro?». «Tú lo has dicho», le respondió Jesús” (Mt 14-25).
Martes Santo. La Iglesia nos presenta dos momentos especialmente dolorosos de la Pasión del Señor: la traición de Judas, y el anuncio de la negación de Pedro. Judas y Pedro han acompañado a Jesús desde el comienzo de la vida pública. Han vivido con Él la curación de leprosos, la resurrección de muertos; el llanto sobre Jerusalén. Han estado cerca de Cristo cuando lo rechazan de un lugar y de otro. El Señor ha llamado a Pedro y a Judas por su nombre; los ha escogido personalmente. Ellos han abandonado todo, y le han seguido.¿Cómo ha podido Judas traicionar y vender al Señor? ¿Cómo ha podido Pedro negar conocer al Salvador del Mundo, al Mesías?
Nos preguntamos. ¿No ha sido, acaso Pedro quien ha dicho a Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”? (Mt 16, 16) ¿No ha desenvainado una espada para defender a Jesús en el huerto de los olivos? El Señor, al final de su vida, se queja de los discípulos – como se puede quejar de nosotros que le conocemos poco, que le amamos poco-, que han vivido con Él tan intensamente durante tres años y no le conocen bien todavía. Quizá Judas esperaba encontrar en Jesús un mesías guerrero, que salvara por las armas al pueblo de Abraham. Y, en el fondo del corazón, desprecia al Dios humilde, misericordioso, que perdona a la adultera, que se deja ungir los pies con un perfume de valor por una mujer pecadora.
“Y tras el bocado entró en él Satanas” (Juan 13, 27). Judas es la rebelión del hombre contra Dios. Judas persevera en su obstinación, y aunque ve que se ha equivocado, aunque le duele lo que ha hecho, no vuelve a pedir perdón. Corta todo diálogo con el Señor, no le busca más, no le escucha más, lo quiere apartar radicalmente de su corazón, de su vista. No quiere poner a Cristo a prueba, como consideran algunos, y darle una oportunidad de manifestarse como Dios haciendo un milagro llamativo, aparatoso, que deje clara su divinidad. Judas rechaza al Dios que es “manso y humilde de corazón”, que viene “no a ser servido, sino a servir, y dar su vida en redención por muchos”; al Dios, que se hace hombre hasta la muerte, “y muerte de cruz”, y después resucita.
Judas duda de la resurrección, y por eso se ahorca al amanecer del día de Pascua. El orgullo y la rabia endurecen su corazón, y ni siquiera reacciona cuando Cristo le llama “amigo” en el Huerto de los Olivos. No se arrepiente de su traición. Devuelve el dinero, lo tira, pero no pide perdón a Jesús. Pedro ama profundamente a Cristo. Protestó cuando Jesus anunció los sufrimientos de la Pasión, porque no quería que Cristo padeciese. Pedro estaba dispuesto a dar su vida por la vida de Jesús. Tenía, además, un fe profunda. Ante el misterio de la Eucaristía, Pedro la había dicho a Cristo: “Tú tienes palabras de vida eterna” “¿A Quién iremos?”.
Contemplando a Cristo en la Cruz y en el Sagrario, nos damos cuenta de que la traición de Judas y la negación de Pedro son dos situaciones por las que podemos pasar todos los cristianos, todos los creyentes en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre.“Pedro, lloró amargamente”.¿De dónde sacó Pedro la fuerza de “llorar amargamente”? Cuando Judas abandona el cenáculo, Cristo abre su corazón y con palabras inefables les va manifestando todo el amor que Dios Padre les tiene; todo el amor que Dios Hijo, Él, les tiene, que se dispone a dar su vida por sus amigos.
Pedro, que ha descubierto el amor de Cristo cuando le lavó los pies, abre más su corazón para hacerse cargo de que el Amor de Dios no tiene límites; que el Amor de Cristo a los hombres no se para ante la Cruz, ante la Muerte.“Te aseguro que no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces”. (Juan 13, 38). La debilidad, la fragilidad, el miedo. Todos somos conscientes de los límites de nuestra personalidad. Cualquier obstáculo fuerte nos paraliza. Solo después de arrancar nuestro miedo, lo vencemos. Pedir perdón es toda nuestra fortaleza. Pedro es la debilidad del hombre ante la grandeza escondida en Dios humilde. “Pedro lloró amargamente”, y su corazón se abrió de par en par al amor de Cristo, que un día le llevaría a morir mártir, confesando la Fe, que negó en un momento de debilidad.