En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: «No jurarás en falso» y «Cumplirás tus votos al Señor.» Pues yo os digo que no juréis en absoluto: ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro un solo pelo. A vosotros os basta decir «sí» o «no». Lo que pasa de ahí viene del Maligno» (San Mateo 5,33-37).
COMENTARIO
En el Evangelio de hoy, el Señor nos invita a abandonar esa fea costumbre de hablar más de la cuenta conocida clásicamente como “ser un bocazas”. Porque la costumbre de jurar es sinónima de eso, hablar de más y con una autoridad que no tenemos. Jesús deja claro que no lo hagamos “en absoluto”. Es categórico en el mandato. No podemos poner a Dios como garante de nuestros asuntos humanos, por muy importantes que nos creamos que son.
Dios no puede ser una herramienta o comodín para dar fuerza a nuestras afirmaciones y compromisos en el caminar por la vida. La razón es simple. Lo mayor no puede estar al servicio de lo menor. El frágil no puede sostener al omnipotente. La Verdad no puede estar a los pies de la mentira. Yo no tengo ningún derecho a jurar, porque mi condición humana es finita, corruptible, frágil y por muy claras y buenas que sean mis intenciones, mis deseos y mi inteligencia, nunca está en mi mano con plenitud el final de mis obras y mi destino ni el cumplimiento de mis deseos. Yo fallo, Dios no. Yo soy de barro y Dios no. No puede el barro presumir de nada y eso hacemos cuando pretendemos poner a Dios por testigo de nuestras palabras con un juramento. Jugamos a manchar el oro con nuestro barro
Si yo digo algo que creo ante los demás que ha pasado o que deseo que pase, que me compromete a mí y que para ganar fuerza ante los demás lo visto de juramento, estoy usando mal el nombre de Dios.
Lo que tengamos que hacer o decir, dejémoslo en eso, un hecho y un dicho y no juguemos con el prestigio de Dios para nuestras cosas.
En el fondo a Dios nuestros juramentos incumplidos no le afectan, no pierde un gramo de su dignidad. Pero nosotros si, porque pecamos al usar mal el nombre de Dios y eso nos rebaja, sólo a nosotros.
Hay que contentarse con ser simples hombres de palabra que sepamos cumplir con lo que decimos a los demás y a nosotros mismos. Que se manche, si algo se tiene que manchar, nuestro prestigio por no cumplir nuestros compromisos. Pero no manchar el nombre de Dios con nuestras fanfarronadas. Rezar a Dios y pedirle fuerzas para que eso a lo que nos comprometemos sea posible es mucho más honesto que jurar.
Más humildad en el hablar y en el vivir. Más palabra cumplida y menos chulescos juramentos que dejan maltrecho nuestro corazón.
Porque si alguien tiene que avergonzarse cuando incumplimos nuestras palabras somos nosotros y no ese Dios que siempre nos mirará desde el Cielo con su infinita paciencia diciéndonos cariñosamente al oído “…pero que bocazas eres Pablito…