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En aquel tiempo, le acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: -«Dejad. que los niños se acerquen a mi: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él». Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos. (Mc 10, 13-16)
En los niños, de modo muy particular, se concentra el flujo y reflujo del mal que golpea sin cesar los costados (como el mar las costas y acantilados) del mundo. Hablamos del mundo al que Dios ama tanto que para rescatarlo de aquel mal le envió a su Hijo mismo.
Niño es un término que en el lenguaje del NT es intercambiable por hijo, como en el nuestro, y también por siervo, servidor. Que Marcos nos muestre hoy a Jesús abrazando a los niños enseña cuál es la dimensión auténtica del amor redentor de Cristo. Su predilección por los pequeños, por los débiles, por los reducidos a la condición de servidores, los que han sido puestos como criados, es la evidencia de un amor que sólo en la prepotencia, en el orgullo y en el desgaste de los demás, como dice Francisco, encuentra verdadero obstáculo.
Ser niño es un absoluto porque es el símbolo de algo que no admite achicamiento, reducción, ni trueque alguno. Es un universal, en medio del relativismo que anega el amor y la solidaridad auténticos.
La imagen del niño varado en la playa, muerto con la cara hundida en la arena, quedará como testimonio desolador de la vesania del mal del s. XXI en sus primeros años: la locura del sinsentido ha convertido nuestro mundo en un desierto “poblado de aullidos”, como dice la Escritura. Jesús de Nazaret tiende sus brazos para abrazar y rescatar a los golpeados por el dolor y el sufrimiento.
Marcos reclama recuperar el absoluto derecho que tenemos a Dios, a que no se niegue a los pobres de corazón el Reino del Amor incondicional. Ojalá oigan este reclamo quienes tienen la salvaguarda de aquel derecho.