La historia nos muestra cómo la Doctrina se oscurece y acompleja a su paso por las academias cuando éstas pretenden interpretar sin creer, cuando pierden mucho más tiempo en darle vueltas al Misterio que en responder a su obligación de reflectores de la luz asequible a todo el mundo..
Cuando el Divino Maestro dice “Si no sois como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt.18, 1-5), invita a obrar sin divagar sobre lo incomprensible; a confiar en el que nos ha demostrado su amor, tal como una madre hacia el hijo que concibe y trae al mundo con todo su amor e, inmediatamente, se pone a su altura para enseñarle y ayudarle a vivir para, cuando empiece a balbucear rezar con él oraciones tan entrañables como aquella que muchos aún recordamos:
Jesusito de mi vida,
tú eres niño como yo
por eso te quiero tanto
y te doy mi corazón,
tómalo, tómalo,
tuyo es, mío no.
Claro que es necesario enseñar al que no sabe, aplicar la inteligencia a superar las dificultades del diario vivir, a descubrir nuevas herramientas y mejorar leyes, a convertir en fácil lo difícil, a desvanecer dudas sin presentar nuevas y más graves nacidas de lo que podría ser considerada lógica pedantería del que enseña y se pierde por los vericuetos en los que no encontrará otra alternativa que la de moverse a oscuras.
Perderse en oscuros vericuetos sin garantía ninguna de salida fue y es deporte habitual entre los que debían enseñar sin confundir, pero, sobre todo, sin perder el horizonte de la verdadera Sabiduría. El maestro cristiano, que reconoce sus propios límites y cree en la palabra de Jesucristo, sabe que ninguno de sus directos discípulos puede considerar sabiduría lo de su propia invención. Claro que, en no pocas ocasiones, difícilmente renunciará a ser admitido como genial paridor de ideas, sobre todo si las circunstancias le colocan en situación de rivalizar con otros pretendidos maestros promoviendo su propia parcela de un corporativismo académico nutrido de relativismo y de no poca vanidad por parte de sus principales promotores, de los que podemos pensar que, en el terreno de la verdadera Sabiduría, se mueven en un plano tal vez inferior al del hombre primitivo.
Al respecto, son muchos los antropólogos (Theylard de Chardin entre ellos) que al llamado “Homo Antecessor” le atribuyen la mentalidad de un niño “que abre su alma al cielo con ansia de pisar firme en la tierra”. En razón de ello, el que esto escribe se permite afirmar que los primitivos humanoides, al verse capaces de reacciones distintas al resto de los seres vivos, espontáneamente se sintieron inclinados a la gratitud hacia algo o Alguien superior a todo lo que veían o sentían y, por lo tanto, digno de adoración. Muy bien podemos creer que adoraban, rezaban y amaban para, luego, discurrir sobre lo que podía hacerles más libres y más fuertes frente a los peligros de su entorno… lo que nos lleva a admitir que, tal como les ocurría a ellos, la oración, más que entorpecer, nos facilita el correcto uso de la razón, esa potencia del alma que nos ayuda a ser más de lo que somos si es que no nos estrellamos por habernos considerado capaces de inventar nuestra propia realidad
Entre los “sabios de este mundo” no faltan los que se dicen cristianos, aunque lo son no de distinta forma de cómo decía serlo Arrio en el siglo IV de nuestra Era: hablan de una lectura “humanista” de la Religión Cristiana desde la premisa de negar su genuina divinidad a Jesús de Nazareth, Cristo Jesús, cuando los cristianos muy bien sabemos que este excepcional personaje histórico es, ni más ni menos, que “Dios Encarnado”: “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”, como, en contraposición al Arrianismo, dictaminó el Concilio de Nicea y proclamamos los cristianos cuando, en el Sacrificio de la Misa, rezamos el Credo.
Fue San Pablo uno de los que, con santa indignación, clamaban contra los que, aun admitiendo a Jesús de Nazareth como el mejor de los hombres, negaban su filiación divina y, en consecuencia, ponían en duda su resurrección: “Si Cristo no resucitó vana es nuestra fe” (1 Cor. 15,14).
Algunos de esos “sabios de este mundo”, un tanto volterianos en cuanto no quieren ver a Cristo con una personalidad superior a la suya, abogan por un cristianismo con valores que, aunque ayudan a vivir mejor, no tienen otra trascendencia que la puramente humana y, tal vez por no perder audiencia entre los que les escuchan sin rechistar, proponen la aceptación de dos series de verdades que pueden estar contrapuestas pero que ello no debe resultar inconveniente si ayudan a tranquilizar las conciencias: Es la famosa teoría de las dos verdades: la verdad que se sostiene por la fe y la “verdad” que, como racionalistas, defienden ellos mismos con los argumentos acreditados por las más prestigiosas academias: aberrante proposición lo de hacer equivaler algo a su contrario, lo que se da de bruces con un elemental sentido común: la Verdad es la Verdad, lo diga Agamenón o su porquero, es el dicho que, parodiando a los clásicos, cabe utilizar para cortar cualquier discusión al respecto
Aun así, tales “sabios de este mundo” siguen aferrados a su teoría de las dos verdades porque, según afirman por activa y por pasiva, Jesucristo “no filosofaba”; pero… ¿Hay mayor filosofía de la acción que lo de “se notará que sois discípulos míos en que os amaréis los unos a los otros” (Jn. 13, 35)?
Desde la Fe y el sano discurrir, que, en paralelo, conducen hacia la Realidad o única Verdad, el cristiano de hoy se caracteriza por reconocerse pecador que, tras de cualquier caída, ha de intentar levantarse, tratar de no caer más sin dejar de confiar en que tiene a su favor todo el peso de la Redención protagonizada por el Dios que se hizo Hombre en la mayor prueba de Amor que cabe imaginar. En razón de ello se esforzará por responder al amor divino encauzando su vida hacia el bien de sus semejantes, con preferencia por los que más lo necesitan.
Antonio Fernández Benayas.