Cada sentimiento favorece unas acciones y entorpece otras. Por tanto, los sentimientos favorecen o entorpecen una vida psicológicamente y espiritualmente sana, y también favorecen o entorpecen la práctica de las virtudes o valores que deseamos alcanzar. No puede olvidarse que la envidia, el egoísmo, la soberbia o la pereza, son ciertamente carencias de virtud, pero también son carencias de la adecuada educación de los sentimientos que favorecen o entorpecen esa virtud. Puede decirse por tanto que la práctica de las virtudes favorece la educación del corazón, y viceversa.
Muchas veces se olvida que los sentimientos son una poderosa realidad humana, una realidad que —para bien o para mal— es habitualmente lo que con más fuerza nos impulsa o retrae en nuestro actuar. En ocasiones se ha tendido a descuidar su educación, quizá por la confusa impresión de que son algo oscuro y misterioso, poco racional, casi ajeno a nuestro control; o quizá por confundir sentimiento con sentimentalismo o sensiblería; o porque la educación de la afectividad es una tarea difícil, que requiere discernimiento y constancia, y quizá por eso se elude casi sin darnos cuenta.
Los sentimientos aportan a la vida gran parte de su riqueza, y resultan decisivos para una vida lograda y feliz. “Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda sino un corazón enamorado”. Y para ello hay que educar el corazón, aunque no siempre sea una tarea fácil. Todos contamos con la posibilidad de conducir en bastante grado nuestros sentimientos. No debemos caer en el fatalismo de pensar que apenas pueden educarse, y considerar por eso que las personas son indefectiblemente de una manera o de otra, y que son generosas o envidiosas, tristes o alegres, cariñosas o frías, optimistas o pesimistas, como si eso fuera algo que responde a una inexorable naturaleza casi imposible de modificar.
Es cierto que las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance resulta difícil precisar. Pero está también el poderoso influjo de la familia, de la escuela, de la cultura en que se vive, de la fe. Y está, sobre todo, el propio esfuerzo personal por mejorar, con la gracia de Dios. Porque como junto a la familia, hemos citado anteriormente también la educación – tantas veces inseparables- me detendré siquiera un poco en la importante “fuerza de la educación”.
Entre el sentimiento y la conducta hay un paso importante. Por ejemplo, se puede sentir miedo y actuar valientemente. O sentir odio y perdonar. En ese espacio entre sentimientos y acción está la libertad personal. Se produce entonces una decisión personal, que está en parte en ese momento concreto y en parte antes, en el proceso previo de educación y autoeducación. A lo largo de la vida se va creando un estilo de sentir, y también un estilo de actuar. Siguiendo con el ejemplo, una persona miedosa o rencorosa se ha acostumbrado a reaccionar cediendo al miedo o al rencor que espontáneamente le producen determinados estímulos, y esto ha creado en él un hábito más o menos permanente. Ese hábito le lleva a tener un estilo de responder afectivamente a esas situaciones, hasta acabar constituyéndose en un rasgo de su carácter.
A modo de inciso que apenas necesita comentario, digo, que de cuanto llevo escrito más lo que venga si Dios es servido, todas cuantas veces cite al corazón como fuente de afectos y sentimientos, saben que no es atribuible a esta víscera imprescindible, sino al cerebro donde creemos que residen. Aunque se lo diga “de corazón”. Hecha esta ¿innecesaria? salvedad, prosigo el orden preestablecido.
En definitiva, no podemos cambiar nuestra herencia genética, ni nuestra educación hasta el día de hoy, pero sí podemos pensar en el presente y en el futuro, con una confianza profunda en la gran “capacidad de transformación” del hombre a través de la formación, del esfuerzo personal y de la gracia de Dios. Pongo las comillas con el recuerdo del gran genio de la música: Ludwig van Beethoven, el que, nacido de padre alcohólico, o no tuvo tan nefasta herencia genética o tuvo esa gran capacidad de transformación dicha con la que nos legó sus inestimables odas y sinfonías; alcoholismo que llevó a su padre a la cárcel y miseria y a las cimas más elevadas de ensimismamiento musical las obras de su hijo. Ergo creo que quedan así justificadas las comillas que bien sé no conviene abusar.
Carlos de Bustamante