La educación debe prestar una atención muy particular a la educación moral, y no puede quedarse sólo en cuestiones como el desarrollo intelectual, la fuerza de voluntad o la estabilidad emocional. Y una buena educación sentimental ha de ayudar, entre otras cosas, a aprender, en lo posible, a disfrutar haciendo el bien y sentir disgusto haciendo el mal. Se trata, por tanto, de aprender a querer lo que de verdad merece ser querido.
En nuestro interior hay sentimientos que nos empujan a obrar bien, y, junto a ellos, pululan también otros que amenazan nuestra vida moral. Por eso debemos procurar modelar nuestros sentimientos para que nos ayuden lo más posible a sentirnos bien con aquello que nos ayuda a construir una vida personal armónica, plena, lograda; y a sentirnos mal en caso contrario. Porque la educación moral nos ayuda —entre otras cosas— a sentir óptimamente.
Para los primeros cristianos, el sentido positivo de la afectividad humana era algo connatural y muy cercano. Prueba de ello es el consejo del apóstol de los gentiles: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús”. El Catecismo de la Iglesia Católica habla también de la importancia de implicar la vida afectiva en la santidad: «La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad, sino también por su apetito sensible según estas palabras del salmo: ‘Mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo’».
Es verdad que a veces hacer el bien no será atractivo. Por eso los sentimientos no son siempre una guía moral segura. Pero no hay que desdeñar su fuerza y su influencia, sino comprender que conviene educarlos para que ayuden lo más posible a la vida moral. Si una persona, por ejemplo, siente desagrado al mentir y satisfacción cuando es sincera, eso sin duda le será de gran ayuda. Y si se siente molesta cuando es desleal, o egoísta, o perezosa, o injusta, esos sentimientos le alejarán de esos errores, y a veces con bastante más fuerza que otros argumentos.
Con una buena educación de los sentimientos, cuesta menos esfuerzo llevar una vida de virtud y alcanzar la santidad. De todas formas, por muy buena que sea la educación de una persona, hacer el bien supondrá con frecuencia un vencimiento, y a veces grande. Pero siempre se sale ganando con el buen obrar. En cambio, elegir el mal supone autoengañarse y, a la larga, una vida mucho más difícil y decepcionante. Por eso, no se trata de ganarnos la felicidad del Cielo siendo desgraciados en la tierra, sino de buscar ambas felicidades a la vez: “Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra”.
Porque virtud, santidad…pudiera pensarse que nos encorsetan a creencias de obligado cumplimiento, bueno será detenerse, siquiera brevemente en algo tan fundamental -tanto para bien como para mal- como es la libertad interior:
A veces tendemos a identificar obligación con coacción, percibimos la idea del deber como una pérdida de libertad, y eso es un error en el desarrollo emocional. Actuar conforme al deber es algo que nos perfecciona. Si aceptamos nuestro deber como una voz amiga, acabaremos asumiéndolo de modo gustoso y cordial, y descubriremos poco a poco que el gran logro de la educación afectiva es conseguir unir en lo posible el querer y el deber. Así, además, se alcanza un grado de libertad mucho mayor, porque la felicidad no está en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que uno debe hacer.
Así nos sentiremos ligados al buen obrar moral, pero no obligados, ni forzados, ni coaccionados, porque lo percibiremos como un ideal que nos lleva a la plenitud, y eso constituye una de las mayores conquistas de la verdadera libertad. Si eligiéramos lo contrario al buen obrar moral, diría como el Rezongón: Conste que no pretendo aconsejar; yo…digo nada más. O si lo prefieren más vulgar, “allá cada cual con su cada cuala”.
Carlos de Bustamante.