«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros”». (Jn 15, 12-17)
Hoy nos puede ayudar recordar que en todo el Evangelio de San Juan se nos anuncia quién es Jesucristo, de dónde procede, cómo ha venido al mundo y qué ha hecho a favor de los hombres. Al final del capítulo 14 queda manifiesto que, cuando los Apóstoles reciban al Espíritu Santo, Este les guiará hasta la verdad completa —que es Jesucristo— y les asistirá para que entiendan con mayor plenitud sus palabras y sus mensajes de Jesucristo, muy particularmente después de recibir el Espíritu, que nos da la paz; algo tan grande que conlleva la reconciliación con Dios y con los demás.
Esta paz es fruto de permanecer protegidos y protegiendo el amor. Y ya en los versículos correspondientes a la parte del Evangelio que hoy nos toca comentar, el Señor fuerte y claramente nos habla del amor, no como orientación, o como posibilidad, o incluso como conveniencia, sino nada más y nada menos que como mandato: “Este es mi mandamiento, que os améis los unos a los otros, como Yo os he amado”. Y después irá señalando que eso nos quita servidumbre, nos hace amigos, hermanos entre nosotros y con Él, porque por eso nos ha elegido, una realidad llena de esperanza. “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que Yo os he elegido a vosotros para que deis fruto, y vuestro fruto permanezca”.
Quisiera centrar este comentario en tres aspectos prácticos: conocer a Jesús, no tener miedo a pagar un precio para conocerlo, tratarlo e imitarlo, y por último, agradecer de una manera inmensa la vocación cristiana.
Conocer a Jesús. Existe una materia teológica, la Cristología, que tiene como centro la figura de Jesucristo, modelo y fin del hombre; trata de la Persona de Cristo y de su obra redentora. Es un estudio en el que la razón, ilustrada por la fe, intenta profundizar en el conocimiento del misterio y en la obra de Cristo. En ella aprendemos que Jesús se ha hecho hombre por nuestra salvación y, a su vez, esta salvación depende de su ser de Dios-hombre. Conocer a Cristo es, pues, tarea fundamental de todo aquel que quiera transmitir la fe cristiana. De este conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de evangelizar y de llevar a otros al sí de la fe en Jesucristo. No es posible adentrarse en el conocimiento vivo de Cristo sin adentrase, sobre todo, en el Evangelio —que es lo que hacemos con estas reflexiones— también en el conocimiento de estos dos mil años de fidelidad en la fe y en la transmisión del núcleo central de la fe cristiana.
No tener miedo a pagar un precio para conocerlo, tratarlo e imitarlo. El auténtico amor a Jesucristo lleva a conocer, respetar y sobre todo amar sus mandamientos. La moneda del amor conlleva casi siempre la cruz, la renuncia, el sacrificio. Un sacrificio que se hace no solo llevadero, sino amable. Hay un pasaje muy evidente de esta enseñanza, cuando Jesús nos dice, así de claro, que su yugo es suave y que su carga ligera. El peso de la cruz responde a que Dios nos ha amado primero, nos ha mostrado como se quiere y que en realidad, todo lo que pesa, por amor, pasa. Esta enseñanza evangélica la vemos hecha realidad en la vida diaria: si alguien quiere comprarse un buen piso, vale más que si quiere uno sencillo; si alguien desea regalar una joya a su novia, conforme sea más valiosa, vale más. Pero lo importante no es tanto el precio —cuando se dispone en este ejemplo del dinero— sino la compra o el regalo. La maravilla es que en el caso de la vida cristiana, siempre disponemos de ese dinero, porque la capacidad de amar y de entregarse es personal.
Y por último agradecer de una manera inmensa la vocación cristiana. No me resisto a copiar acontinuación unas palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer escrita por el historiador Vázquez de Prada, en las que de este modo describe la vocación cristiana: «Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tornar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación. La vocación nos lleva —sin darnos cuenta— a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma […]: esa es la llamada» (Carta, 9-1-1932, n. 9)”.
Gloria María Tomás y Garrido
1 comentario
Gracias a todos los que hacéis posible una mejor comprensión del evangelio,para que así podamos aplicarlo a nivel personal.