Subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. En esto se produjo una tempestad tan fuerte que la barca desaparecía entre las olas; él dormía. Se acercaron y lo despertaron, gritándole:
–¡Señor, sálvanos, que perecemos!
Él les dice:
–¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?
Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma. Los hombres se decían asombrados:
–¿Quién es este, que hasta el viento y el mar lo obedecen?(Mt 8,23-27)
El pasaje del evangelio de hoy está incrustado entre curaciones (antes: la de un leproso, la del criado del centurión y la de la suegra de Pedro, y después: la del endemoniado de Gerasa y la de un paralítico), además de un episodio sobre el seguimiento (de hecho, nuestro texto enlaza con este inmediatamente anterior precisamente por medio del verbo «seguir», akoulotheô: «Lo siguieron»).
Pero quizá no convendría hablar de incrustación, porque el «milagro» de la tempestad calmada no desentona en esa sucesión de «signos» –la mayoría de ellos curaciones– que lleva a cabo Jesús. La razón es que, en todos ellos, Jesús muestra su señorío sobre los poderes que someten y esclavizan al ser humano.
Para los antiguos, las enfermedades se entendían como fruto de agentes «malignos» que actuaban en los seres humanos como resultado de pecados y malas acciones cometidos por estos. En ese sentido, la enfermedad no se diferenciaba demasiado de las posesiones. Así, por ejemplo, en la escena de la curación de la suegra de Pedro, según la versión del evangelio de Lucas, Jesús «increpa» a la fiebre, como si esta fuera un ser con voluntad propia, y de hecho abandona a la mujer, quedando esta libre. Precisamente, el mismo verbo «increpar» (epitimaô) que Lucas emplea en esa escena de la curación de la suegra de Pedro es el que Mateo utiliza en nuestro texto de hoy: Jesús «increpa» a los vientos y al mar, e inmediatamente sucede la calma.
Por tanto, esta escena de la tempestad calmada está narrada como si fuera un «exorcismo» –una expulsión de demonios– o una «curación», en la que los hombres quedan liberados de los «malos espíritus» que amenazan su existencia, gráficamente simbolizada en una barca a merced de las olas y el viento. De hecho, el texto acaba con una expresión de asombro de los discípulos en la que se hace del viento y el mar sujetos de un verbo tan humano como «obedecer».
En este caso, además, el señorío de Jesús recuerda el de Dios en el Antiguo Testamento. Jesús es presentado, por ejemplo, al estilo de ese Dios que actúa en el Salmo 107, que es Señor de los elementos; él manda, y estos le obedecen: «Él habló y levantó un viento tormentoso, que alzaba las olas a lo alto: subían al cielo, bajaban al abismo, se sentían sin fuerzas en el peligro, rodaban, se tambaleaban como borrachos, y no les valía su pericia. Pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación. Apaciguó la tormenta en suave brisa, y enmudecieron las olas del mar. Se alegraron de aquella bonanza, y él los condujo al ansiado puerto» (vv. 25-30).
Este señorío sobre los elementos cósmicos –o sobre las fuerzas del mal– es el que está exigiendo de los discípulos una actitud de fe, es decir, de confianza. No se puede ser seguidor de Jesús sin depositar en él toda la confianza, a pesar de las situaciones de angustia por las que se pase. Lo que reclama el evangelio de hoy es que nos pongamos en las manos de Jesús siempre, en cualquier circunstancia, incluso aunque parezca que duerme.