“Dijo Jesús a sus discípulos: “No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Aquel día muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros? Entonces yo les declararé: “Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad”. El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande”. Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad, y no como los escribas” (San Mateo 7,21-29).
COMENTARIO
Cuantas veces lo decimos, “Señor, Señor…”, cuando algo nos sorprende, o nos preocupa, o nos llena de consternación, y lo hacemos con unción aunque no esperemos una respuesta inmediata, y somos humildes y confiados porque lo ocurrido supera nuestras posibilidades de reacción, y parece que nos queremos entregar a la voluntad de Dios como recurso supremo porque no entendemos lo que pasa, y somos sinceros en la exclamación porque necesitamos superar la confusión que nos embarga; “Señor, Señor…” decimos, y lo hacemos de un modo casi automático, con la confianza del que necesita sujetarse a un clavo ardiendo para no caer, para salir del paso, para mantener la esperanza que vacila, para no salir corriendo, para decir algo bueno cuando nos faltan las palabras, y necesitamos que otro ponga en nuestra boca lo que en ese instante no somos capaces de expresar.
Y pienso que Jesús, ahora, desde el Evangelio de Mateo, no quiere reprocharnos esa exclamación nuestra, que es sincera, y que tiene esperanza, y con la queremos ponernos en sus manos providentes para superar las adversas contingencias de la vida.
Señor, Señor…, es la exclamación con la que manifestamos nuestra indigencia y nuestra necesidad de Dios, es una petición de socorro al Padre providente, al que todo lo puede, o quizá, a veces, un gesto de duda piadosa, una manifestación de nuestra impaciencia, un deseo de acelerar la llegada de sus gracias, una petición de misericordia ante lo inesperado y doloroso, un gesto apremiante de impetrar el consuelo cuando la desgracia nos alcanza.
Pero Jesús nos quiere poner a cubierto de lo inesperado, quiere que nos pertrechemos de certezas eternas para estar a salvo de cualquier contingencia, y que así, “escuchando sus palabras y poniéndolas en práctica”, no nos sorprenda después la fuerza del aguacero que desborda los ríos, y el furor del viento huracanado azota las paredes de nuestra casa, pues la habremos construido sobre la “roca de Cristo” y nunca se derrumbará.
Señor, Señor…, ten piedad de nosotros.