«Un sábado, enseñaba Jesús en una sinagoga. Había una mujer que desde hacia dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y andaba encorvada, sin poderse enderezar. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”. Le impuso las manos, y en seguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios. Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, dijo a la gente: “Seis días tenéis para trabajar; venid esos días a que os curen, y no los sábados”. Pero el Señor, dirigiéndose a él, dijo: “Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no desata del pesebre al buey o al burro y lo lleva a abrevar, aunque sea sábado? Y a esta, que es hija de Abrahán y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no había que soltarla en sábado?”. A estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la gente se alegraba de los milagros que hacía». (Lc 13,10-17)
A lo largo de toda su vida en la tierra, Jesús enseñó los misterios insondables del Amor de Dios; y manifestó a quienes le escucharon el amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, a los hombres. En el evangelio de hoy vemos a Cristo enseñando en una Sinagoga. Está dando una catequesis. Ha venido a anunciar a los judíos que el Mesías prometido por Dios ya estaba con ellos. “Los suyos no le recibieron”; pero Él no dejo de anunciarlo y predicarlo.
Los que han acudido al templo ese sábado le escuchan atentos. Saben que “enseña como quien tiene autoridad, y no como sus escribas”. Entre los oyentes, una mujer encorvada, enferma desde hacía dieciocho años. El Señor la ve y tiene compasión de ella. Encorvada como está no puede mirar al cielo, no puede enderezar su columna vertebral, y más que andar, arrastra su cuerpo. Jesús, que ha venido a la tierra y se ha hecho hombre para que nosotros descubramos nuestra definitiva patria en el Cielo, tiene piedad y misericordia de la enferma. No le pregunta nada. En otras ocasiones, antes de hacer el milagro, el Señor ha preguntado si el enfermo quería ser curado; o le ha dicho: “¿Qué quieres de mí?” Esta vez, Jesús se adelanta a la expresión de los deseos de la mujer, y sin que medie ninguna petición ni diálogo, le dice: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”.
¡Tantas veces el Señor se adelanta a nuestros ruegos, a nuestras necesidades y, sin esperarlo nosotros, nos cura! Jesucristo es verdaderamente misericordioso y acoge con los brazos abiertos a quienes se le acercan pidiéndole perdón y ayuda. La mujer sorprendida da gracias “y glorificaba a Dios”.
En medio de los avatares de nuestra vida a nosotros nos cuesta mucho descubrir la patente y generosa ayuda de Dios en las dificultades que nos encontramos, y no le agradecemos su maternal y paternal preocupación por nosotros, que somos sus hijos en Su Hijo, Cristo Jesús. Viendo hoy el gesto de esta mujer, aprendamos a agradecer al Señor tantos pequeños detalles en los que podemos descubrir el amor que nos tienes, su cercanía a nosotros.
“Le impuso las manos y enseguida se puso derecha”. ¿Cuándo nos impone a nosotros las manos el Señor? Cuando nos mueve a sonreír después de un dolor, de una pena; cuando nos sostiene en la esperanza, nos invita a rezar después de situaciones contradictorias, trastornos, fracasos, nos alza de nuestro desánimo y nos dice: “¡Levántate, anda!”; cuando mueve nuestro corazón para que atendamos las necesidades de los demás, y nos da la fuerza de servir a todos; cuando nos invita y nos anima a vivir las obras de misericordia, como el buen samaritano.
El jefe de la sinagoga rechaza que Cristo le imponga las manos; y se convierte así en un ejemplo de quienes pretenden hacer un “dios” a su imagen y semejanza, un “dios” a quien pueden dominar a su antojo y a su servicio; un “dios” que se pueda encerrar en unos cuantos preceptos. El jefe de la sinagoga es el ejemplo de quien no abre su espíritu para convertirse en “imagen y semejanza de Dios”, y se queda con una imagen de sí mismo como “buen cumplidor”.
Esa apertura del corazón para descubrir, atender, y salir al paso de las necesidades de los demás, como Cristo nos enseña atendiendo a la mujer encorvada, es la que el cristiano puede alcanzar viviendo la Caridad. Ella es la piedra de toque del cristiano, su más clara muestra de identidad. El jefe de la sinagoga se preocupa de no haber cumplido el sábado. Jesucristo le recuerda que para la caridad no hay días excluidos: cualquier momento es bueno para vivirla, porque está por encima de todos los Mandamientos. Es el Mandamiento nuevo. Todo pasará menos la caridad: “Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad” (1 Co 13, 13). Y la mejor muestra de caridad es abrir a las almas el horizonte del Cielo, levantarlas de su encogimiento, de su preocupación, y animarles a ponerse en marcha al encuentro con Cristo en los Sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía.
“Y toda la gente se alegraba de los milagros que hacía”, así concluye el Evangelio de hoy. Que la Virgen Santísima, Causa de nuestra alegría, nos conceda a todos ese corazón que, amando a Dios, enamorado de Cristo, sirva amando y ame sirviendo a los demás.
Ernesto Juliá Díaz