«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra». (Lc 12 49-53)
En este pasaje Jesús habla con enorme vigor sobre el sentido evangelizador del cristiano, que no es algo yuxtapuesto en el devenir de cada día, sino que es imitarle a Él, participar del sentido redentor de toda su vida. Así nos dice el Señor:”He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ardiendo!”.
En la Biblia, el fuego expresa frecuentemente el amor ardiente de Dios por los hombres. Recordemos, por ejemplo en Dt 4,24: “Porque el Señor tu Dios es fuego consumidor, un Dios celoso”. Con la imagen del fuego se nos insta a preocuparnos por lo demás, lo cual conlleva una purificación del corazón porque se trata de agrandarlo a la medida del Corazón de Cristo, y salir de nuestros planes, a veces, demasiado mezquinos y egoístas. Y ese estar pendiente de los demás supone estar dispuesto a sufrir contradicciones y persecuciones como el Señor mismo las padeció, y como Él mismo nos lo recuerda: “No está el discípulo por encima del Maestro, ni el siervo por encima de su Señor” (Mt 10, 24). Hacer apostolado es necesario, consolador e incómodo.
He recordado y buscado la homilía pronunciada por el Papa Pablo VI el 14-X-1968. Me ha ayudado y me ayuda mucho… Y pienso que vale la pena ofrecerla a los lectores. Dice así: “El apostolado es una voz interior inquietante y tranquilizante a un tiempo, una voz dulce e imperiosa, una voz molesta y, a la vez amorosa, una voz que coincidiendo con circunstancias imprevistas y con grandes acontecimientos se convierte en un determinado momento en atrayente, determinante, casi reveladora de nuestra vida y de nuestro destino, incluso profética y casi misteriosa, que al fin hace huir toda incertidumbre, toda timidez y todo temo y simplifica —hasta hacerla fácil, deseable y feliz— la respuesta de nuestro ser, en la expresión de esa sílaba que desvela el supremo secreto del amor: sí, sí, Señor, dime lo que tengo que hacer y lo intentaré, lo haré, como San Pablo derribado a las puertas de Damasco: ¿qué quieres que haga? La raíz del apostolado se hunde en esta profundidad: el apostolado es vocación, es elección, es encuentro interior con Cristo, es abandono de la propia y personal autonomía a su Voluntad, a su invisible presencia. Es una cierta sustitución de nuestro pobre corazón inquieto, voluble y a veces infiel, pero ávido de amor, por el suyo, por el corazón de Cristo que comienza a latir en la criatura que ha elegido. Entonces se desarrolla el segundo acto del drama psicológico del apostolado: la necesidad de expandirse, la necesidad de hacer, la necesidad de dar, la necesidad de hablar, la necesidad de transmitir a los demás el propio tesoro, el propio fuego (…) El apostolado se convierte en expansión continua de un alma, en exuberancia de una personalidad poseída por Cristo y animada por su Espíritu; se convierte en la necesidad de correr, de trabajar, de intentar todo lo posible para la difusión del Reino de Dios, para la salvación de otros, de todos”.
Quizás un resumen de este corazón abierto a todos por Cristo se encuentra en un punto de la obra de San Josemaría (Forja 31):“¡Oh Jesús…, fortalece nuestras almas, allana el camino y, sobre todo, embriáganos de Amor!: haznos así hogueras vivas, que enciendan la tierra con el divino fuego que Tú trajiste”.
Octubre, de alguna manera, es el comienzo de un nuevo curso académico; es pues también una ocasión para renovar nuestra vibración apostólica; vale la pena, cada día, descubrir que no estamos solos y que la Iglesia cuenta con cada uno para elevar el nivel de santidad en el ambiente que nos movemos. A veces, bastará una mirada, otras una oración, siempre la lucha ejemplar y, en definitiva, vivir la virtud principal: la caridad, que es en realidad cariño sobrenatural y humano.
¿Los medios para ser apóstol? El rescoldo de la oración, los sacramentos, la presencia de Dios, de modo que nos entusiasme y nos esforcemos en ser eco de esas palabras con las que Jesús nos empuja a imitarle:”He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ardiendo!”.
Gloria Mª Tomás y Garrido