Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!». Él les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré». Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!». Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe».Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!».
El profeta Isaias recoge la respuesta de Dios Padre a quienes afirmaban que era insensible a las dificultades de los hombres: “Me dejé encontrar por quienes no preguntaban por mí; me hallaron los que no me buscaban” (65, 1).
El Señor, Dios Hijo, sale al encuentro de los Apóstoles inmediatamente después de la Resurrección, cuando todavía los Once, llenos de temor y desconcertados, no osaban salir en búsqueda.
En el primer encuentro, no está Tomás con ellos. ¿Fue el único que se atrevió a dejar el refugio y salir a buscar al Señor? No lo sabemos, pero su reacción al regresar con los Once, nos lo hace pensar.
No acepta el testimonio de la Iglesia: Pedro y los demás Apóstoles le transmiten lo que han visto, y Tomás no lo cree. No hemos de desalentarnos cuando las personas a las que deseamos acercar a Jesucristo no nos siguen, no acogen la luz de Dios. Pedro y los demás fracasaron también en su primera misión.
Tomás quiere ver, y lo señala con la misma fuerza con que en la última cena manifestó su deso de conocer mejor a Jesucristo: “Señor, no sabemos dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”.
¿Por qué?
El disgusto, el dolor por la muerte de Jesús ha dejado su alma llena de oscuridad y de desconcierto. Con sus ojos ha visto muerto a Dios hecho hombre; ¿está fuera de lugar que también quiera que esos mismos ojos lo vean resucitado? Si es llamado a ser testigo de la Resurrección hasta el fin de los tiempos, exige ver.
Con esa actitud, que a primera vista parece obstinada y negativa, fruto de la rabia por no haber estado con los demás en el momento de la venida de Jesucristo, Tomás nos hace mucho bien.
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré.»
Y a la vez, nos enseña que la Fe es un don que cada uno de nosotros recibimos directamente de Dios. La Iglesia anuncia el mensaje; la Iglesia da testimonio de la Resurrección, y ahí termina su misión. Dios da el incremento. “”Pues, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Simples servidores, por medio de los cuales habéis abrazado la fe, según la medida que Dios hga repartido a cada uno. Yo planté y Apolo regó, pero quien hizo crecer fue Dios” (1 Cor, 3, 5-7).
Los Apóstoles, y Tomás con ellos, creen en la Resurrección porque han visto a Cristo Resucitado. No inventan nada, no sueñan nada. Ven; y después de ver, Creen.
El Señor recibe a Tomás con comprensión y cariño. Cuenta con él para el anuncio del Evangelio en lugares remotos, y se presenta de nuevo en el Cenáculo sabiendo que Tomás está esperándole. Conoce bien su corazón y su amor, dispùesto a dar su vida por Cristo. «Vamos también nosotros, para que muramos por él», comentó Tomás antes de seguir a Cristos a Betania, para la resurrección de Lázaro.
Con su negativa a creer a los Apóstoles, Tomás también nos manifiesta la necesidad de la unidad con toda la Iglesia. La segunda vez que el Señor se presenta están todos reunidos; no falta ninguno. La unidad con el Papa, con los Obispos, con las personas con la que convivimos nuestra vida de cristianos, nos ayudan a renovar y a vivir más hondamente nuestra fe. Todos los mártires que han dado con su vida testimonio de su Fe, se han sostenido los unos a los otros en los momentos más difíciles.
Tomás mete los dedos en el costado herido de Cristo, se conmueve con la solicitud y la cercanía del Señor –el mismo que murió está ahora delante de él, Resucitado-, y de su corazón surge ese acto de fe que hoy está en el corazón y en los labios de tantos cristianos: “¡Señor mío y Dios mío!”. Y, sin darse cuenta, arranca de los labios de Cristo Resucitado una bendición que nos alcanza a todos nosotros:
“Has creído porque has visto. Bienvanturados los que creerán sin haber visto”. Esos bienvaturados somos cada uno de nosotros. Quizá nos podamos preguntar, después de haber vivido muchos años una vida de Fe en compañía de la Virgen María y de tantas personas santas:
– Realmente, ¿no hemos visto?.
Ernesto Juliá