En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para destrozaros. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la Ley y los profetas. Entrad por la puerta estrecha. Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos» (San Mateo 7, 6. 12-14).
COMENTARIO
El corazón ha sido considerado al menos en la tradición occidental, de profunda raigambre judeo-cristiana, como la serie de los sentimientos, de la sabiduría profunda, de la prudencia y la sensatez necesarias para que la vida sea verdadera y auténticamente humana. Jesús además en el Evangelio de la Fiesta del viernes 19 pasado nos presentaba el suyo como el lugar de la mansedumbre y la humildad, así como del descanso del alma. Hoy el Señor nos propone llegar al descanso de la Vida pasando por la estrechez de una puerta que es mucho más que la estricta dimensión ética necesaria que el ser humano ha de observar para convivir “civilizadamente” con sus semejantes. Esta “puerta estrecha”, enfrentada al “camino ancho”, que lleva a la perdición existencial temporal y sobre todo a la eterna, no es algo meramente normativo o moral. Es Él mismo: ancho en su corazón infinito para el amor, comparado con el cual cualquier camino fácil que el mundo puede ofrecer es angosto, escabroso y no lleva a ninguna parte. Una paradoja sublime plantean los dos textos de Mateo (el del día del Sagrado Corazón y el de hoy).
Como paradójico es que, para aliviarnos del peso de la vida hayamos de echarnos encima un yugo, uncirnos a ese yugo y subir por la “senda dificultosa” que lleva a la Vida. Jesús, como el Sabio de la Escritura, tiene el Corazón a la derecha; y lo tiene abierto por la lanzada del Amor de Dios hacia nosotros. Entrando por esta puerta, por esta oquedad, abierta llegaremos, como le ocurrió a Tomás el “Mellizo”, a ver a Dios mismo y a poder encontrar la piedra filosofal: ¡Señor mío y Dios mío!