«Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”». (Jn 20,24-29)
Hoy, festividad de Santo Tomás, conmemoramos a este apóstol tozudo que no quería creer si no veía, tocaba, oía; ya en otra ocasión en que Jesús les dice que va a prepararles un lugar —“Donde yo voy ya sabéis el camino”— Tomás responde con su brusca sinceridad : “Señor no sabemos el camino”, dando pie a la respuesta de Jesús: “ Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie va al padre sino por mí” (Jn 14, 4-6).
En esta ocasión, Jesús le presenta las llagas para que compruebe la verdad de lo que los discípulos le habían comunicado: la resurrección. En ese momento, rendido por la evidencia, anonadado por la presencia del hombre-Dios, Tomás pronuncia la más concisa y bella declaración de reconocimiento de la divinidad de Jesús: “Señor mío y Dios mío”. Su fe quedó así bien sellada y fortalecida; más tarde Tomás predicó el evangelio de Jesús en la India, donde es venerado especialmente por los cristianos. En este pasaje del evangelio de Juan, el Señor hace una promesa a los creyentes, que le seguirán a través de los tiempos: “Bienaventurados los que creen sin haber visto”. Después de la alegría de la resurrección, esta es una de las páginas evangélicas que más nos gustan y reconfortan.
La postura inicial de Tomás se repite en nuestros días en los que ponen como razón de su increencia la falta de datos fehacientes. Es lógico que la ciencia nos dé pruebas, más que razones, para que creamos en aquello que nos presenta como verdad y que tantas veces se niega o sustituye posteriormente, con la llegada de nuevos experimentos o formas más sofisticadas de investigación.
La fe, es otra cosa; la fe es una apuesta a ciegas por alguien o algo. Todos lo hacemos alguna vez en la vida sin una previa constatación empírica. Hasta en la ciencia o en la filosofía nos fiamos de la palabra de una persona que, por su vida y trabajo, o por la forma convincente de exponer sus ideas, nos da garantías de estar en lo cierto. Mucho más en la amistad y el amor, porque “el corazón tiene razones que la razón no entiende”.
Jesús de Nazaret tiene esa garantía de verdad. Sus palabras directas y la trayectoria de su vida con oposición valiente al poder político y religioso, su falta de intereses materiales, su amor a los necesitados, a los niños, a los pobres, a los enfermos, su vida austera y consecuente, que le lleva hasta la muerte en la cruz, le hacen digno de credibilidad y seguimiento. A pesar de todo, las dudas se presentan. Es preciso estar alerta y pedir insistentemente a Dios que aumente y fortifique nuestra fe.
Tenemos la suerte de haber creído en Jesús sin verlo, le seguimos e intentamos, a pesar de nuestra torpeza, responder con amor al amor que Él nos tiene.
Mª Nieves Díez Taboada