«Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto. Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre”». (Jn 20,19-31)
En este Domingo de la Divina Misericordia, la Iglesia celebra llena de gozo el misterio de la Misericordia de Dios, que hoy ve hecho realidad en la Canonización de dos Papas: Juan XXIII y Juan Pablo II.
Juan XXIII, con la convocatoria y primeros pasos del desarrollo del Concilio Vaticano II; y Juan Pablo II, con sus viajes —el Papa más viajero de la historia— y sus escritos —el Papa que más encíclicas y exhortaciones apostólicas ha escrito—, nos muestran en toda su profundidad las maravillas de la acción de la misericordia de Dios en el corazón de los hombres. Y a la vez, el constante velar de Nuestro Señor Jesucristo sobre la Iglesia que Él fundó.
¿Cómo han podido llevar a cabo estos Santos la misión que Dios les confió? El Espíritu Santo ha llenado sus corazones, y les ha dado la Paz para poder vivir en todas las situaciones la voluntad de Dios.
El Evangelio nos recuerda que fruto de la Misericordia divina es la paz en nuestros corazones. “Paz a vosotros”. Es el primer encuentro de Cristo con los Apóstoles, después del Calvario y de la Muerte, que refleja el Evangelio. Todos los discípulos y los Apóstoles le han abandonado, y Pedro, además, ha negado haberle conocido. Jesucristo no les echa en cara, ni se lamenta, su abandono, su traición, su infidelidad. Sabe que están arrepentidos, y su corazón los acoge en su infinita Misericordia.
“Paz a vosotros” vuelve a decirles Cristo para que la alegría y el gozo de tenerle delante de los ojos llene para siempre su corazón. Les muestra sus manos y sus pies para que reconozcan en el Resucitado al Crucificado, en el Vivo al Muerto que ellos han sepultado en el sepulcro; les da la Paz de la Fe y les dice: “Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados, quienes se los retengáis, le quedan retenidos”. Es la muestra más patente y clara a los ojos de los hombres de la Misericordia de Dios: el perdón de los pecados, el abrir las puertas de la casa al hijo pródigo arrepentido.
“Nadie puede perdonar los pecados, sino solo Dios”. Y el Señor da ese poder a los Apóstoles para que en Su nombre perdonen y continúen así la obra de redención que Él ha venido a instaurar en el mundo. La Reconciliación con el corazón amoroso y paterno de Dios. La obra de la Misericordia de Dios.
Tomás no estaba con los demás apóstoles cuando llegó Jesús. El Señor sabe que Tomás no está allí y, sin embargo, escoge ese momento para presentarse. ¿Por qué? Quizá quiso preparar a todos los apóstoles, a todos los cristianos de todos los tiempos, con Pedro a la cabeza, para que sepamos sostener nuestro espíritu en las tribulaciones que nos asaltan en el tiempo que dura nuestro vivir en la tierra, especialmente cuando anunciamos a todos los hombres la Verdad de Cristo, El Hijo de Dios hecho hombre, Muerto y Resucitado.
Los Apóstoles saben que han recibido un mandato imperativo: “Id y predicad a todas las gentes”. Y en esta primera misión de transmitir la Fe en la Resurrección de Cristo a uno de ellos, fracasan; se encuentran frente a la obstinación de la mente humana. Tomás no les cree. Ellos han visto con sus ojos al Resucitado; no han contemplado un fantasma fruto de su nerviosismo o de cualquier situación anímica. Han visto realmente y han creído, y dan testimonio a Tomás de lo que han visto y creído.
Tomás también quiere ver pero no les cree. No tiene Fe. Y, sin embargo, su negativa a creer la palabra de Pedro y de sus compañeros ha afirmado más nuestra fe que si hubiera aceptado enseguida el testimonio de los apóstoles. ¿Por qué? Porque nos recuerda que, siendo verdad que la Fe se transmite por la palabra —“fides ex auditu”— la palabra de los apóstoles es solo cauce. Al oír recibimos la Fe directamente del corazón de Dios, del corazón abierto de Cristo en la Cruz, del corazón en el que Tomás metió los dedos. “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. Tomás quiere ver antes de creer. Quiere asentar su fe no en sueños y vanas ilusiones, sino en haber visto y palpado
La negativa de Tomás nos reafirma en la realidad de la Resurrección. Hasta el final de los tiempos, el cristiano, la Iglesia, tiene que dar testimonio de la realidad histórica de la Resurrección. “Acerca tu dedo, y aquí tiene mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo sino creyente”. Tomás le contestó: “Señor mío y Dios mío”. Y descubre a todos los creyentes el origen, la fuente de la que no deja de manar “sangre y agua”, el manantial que salta hasta la vida eterna: el corazón misericordioso de Dios, que nos regala la Fe.
Hemos de agradecer también a Tomás que haya arrancado de los labios de Nuestro Señor Jesucristo una bienaventuranza que nos enriquece a cada uno de nosotros y bajo la cual vivimos desde ese instante todos los cristianos: «Jesús le dijo: “Has creído porque has visto. Bienaventurados más bien los que crean sin haber visto”».
Hoy, en la canonización de los nuevos santos el Señor nos muestra la realidad viva de su Resurrección. Juan Pablo II y Juan XXIII han dicho a Cristo a lo largo de su vida, sostenidos por el amor materno de María Santísima, plenamente conscientes de esa bienaventuranza: “Señor mío y Dios mío”.
Ernesto Juliá Díaz