«En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”. Jesús lo increpó: “Cállate y sal de él”. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen”. Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea». (Mc 1, 21-28)
¡Qué delicia de catequesis! No nos equivoquemos, dice el Evangelio autoridad y no autoritarismo. Este es una imposición que viene de los cobardes, de aquellos que a través de la fuerza obligan a los demás a vivir y comportarse según sus criterios. La autoridad —por el contrario— es un don que tiene aquel que es sabio, que es bueno en lo suyo y eso le lleva a ser respetado, admirado y obedecido por los demás.
¿Jesús era bueno en lo suyo? ¡El mejor! ¿Y qué era lo «suyo»? Ser uno con el Padre y así demostrar el poder de Dios. Él era el arca de la Alianza que poseía en su interior la esencia misma de Dios. No era un demagogo, un charlatán, un «vende motos» populista. Era la Palabra hecha carne. Aquella Palabra que con autoridad fue creando día a día la inmensidad de este mundo donde vivimos. Y a esta autoridad no se resiste ni el poder del mal que tanto nos hace sufrir, que nos limita y esclaviza.
Todo esto está muy bien —pensarás— y además es lo más razonable porque estamos hablando del mismo Cristo. ¡No, hermano! Este evangelio —como toda Palabra de Dios— es actual; quiere volver a encarnarse de nuevo en ti, en mí, en la Iglesia. Vivimos en un mundo inseguro, endeble, sin criterios, abierto absolutamente a todo. Un mundo sin valores, sin límites, en definitiva, sin autoridad. Cambia de dirección con las modas; vive vendido al poder del dinero y de las mentiras de los políticos. Este mundo necesita encontrarse hoy con un Jesucristo que les hable con autoridad, sin doblez, sin demagogias ni tibiezas. La gente necesita una Palabra de verdad que les ilumine su sufrimiento, que aclare su vista, que abra sus oídos, que destruya su egoísmo, su esclavitud, su miedo a la muerte. El mundo de hoy necesita de una Iglesia que sea una con Dios y muestre, de nuevo, esa Palabra hecha carne para salvación del mundo.
¿Por qué el Papa Francisco es admirado, incluso por gente no creyente? Porque no es un político, porque habla con verdad, sin tapujos ante la curia, delante de políticos, religiosos, deportistas o artistas. Aprendamos de él. No seamos de esa Iglesia incompleta de la que, a menudo habla el Santo Padre. Busquemos al Señor, abandonemos nuestra mundanidad y que tiemblen los demonios al oírnos, al vernos vivir sin miedo a la muerte.
Ángel Pérez Martín