«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros”». (Lc 6,36-38)
Las personas de buena educación suelen pedir excusas cuando han hecho algo que ha podido ofender, aunque haya sido involuntariamente. La convivencia se facilita mucho con las buenas formas. El papa Francisco recomendaba a los matrimonios, para su buena relación, pedir por favor las cosas, dar gracias, y pedir perdón. He conocido a M. Teresita, monja que murió cerca de los 106 años, y que nos dejó como testamento su expresión permanente para con Dios: “Gracias, perdón; gracias, perdón”.
Para pedir perdón es necesario tener conciencia de haber ofendido y sentir deseos de enmendar la ofensa, como expresa hoy el libro de Daniel: “Hemos pecado, hemos cometido crímenes y delitos, nos hemos rebelado apartándonos de tus mandatos y preceptos” (Dn 9,5).
En Cuaresma, es una actitud cristiana solicitar el perdón de Dios como consecuencia del arrepentimiento. “Socórrenos, Dios, salvador nuestro, por el honor de tu nombre; líbranos y perdona nuestros pecados a causa de tu nombre” (Sal 78).
Lógicamente, si tenemos conciencia de nuestra fragilidad y hemos pedido disculpas y solicitado el perdón, de ello se desprende que por nuestra parte tendremos que estar dispuestos a perdonar. Además, la mejor forma de inclinar la voluntad favorable de los ofendidos es haber perdonado también nosotros. El Evangelio nos aconseja: “… perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros” (Lc 6, 37-38).
Santa Teresa de Jesús
El arrepentimiento, pedir perdón y la magnanimidad van unidos a la humildad. “La humildad no inquieta ni desasosiega ni alborota el alma, por grande que sea; sino viene con paz y regalo y sosiego. Aunque uno, de verse ruin, entienda claramente merece estar en el infierno, y se aflige y le parece con justicia todos le habían de aborrecer, y que no osa casi pedir misericordia, si es buena humildad, esta pena viene con una suavidad en sí y contento, que no querríamos vernos sin ella” (Camino de Perfección 39, 2).
Cuando uno se acerca a Dios con dolor, es mayor el gozo que se instala en el alma como regalo divino. Parece como si Dios esperara nuestro alejamiento, y cuando en vez de huir, acudimos a Él, se nos entrega con derroche. “¡Oh Señor de mi alma! ¡Cómo podré encarecer las mercedes que en estos años me hicisteis! ¡Y cómo en el tiempo que yo más os ofendía, en breve me disponíais con un grandísimo arrepentimiento para que gustase de vuestros regalos y mercedes! (Vida 7, 19).
No dudes en acudir al Señor de la misericordia, y gustarás al Dios de la alegría.
Ángel Moreno