En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: – «Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: «Serán todos discípulos de Dios.» Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (San Juan 6, 44-51).
COMENTARIO
“Nadie puede venir a mí si el Padre que me ha enviado no lo atrae”. Después de la multiplicación de los panes y los peces, al otro lado del Lago, Jesús ha obligado a sus discípulos a embarcarse y atravesar el lago rumbo a Cafarnaún. Él se les ha unido a media travesía caminando sobre las aguas.
Un signo tras otro que piden ser leídos e interpretados con criterio de unidad para saber lo que Jesús quiere que entendamos.
Jesús es consciente de su misión, es el nuevo Moisés que cumple el encargo de llevar al Nuevo Pueblo de Dios a una Nueva Alianza.
Como Moisés llevó al Pueblo por encima de las aguas, por encima de la muerte, a la libertad del desierto, así Jesús va a llevar al nuevo Pueblo a una libertad nueva, desconocida, insospechada, una libertad por encima del tiempo, a una vida eterna.
Algo intuye el pueblo, la gente, cuando viendo los signos que hace, recuerda a Moisés. “¿Qué obras realizas para que creamos? Nuestros padres comieron el maná en el desierto” (Jn 6,31).
Jesús ve que necesitan dar el paso a la fe e intenta ayudarles. Es como si dijera: el maná del desierto era el signo que remitía al verdadero pan de Dios que el Padre os quiere dar y cuyo aperitivo habéis gustado ayer; “porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo”.
Ante esta palabra, parece que se realiza una iluminación súbita porque la gente exclama: “Señor, danos siempre de ese pan”. La gente desea recibir ese maná verdadero, sin saber muy bien de qué se trata.
Ahora Jesús les invita al paso definitivo: “Yo soy el pan de la vida”. El paso al que invita Jesús es el paso de la fe. El pan que promete extingue toda hambre y toda sed.
El paso a la fe, a la confianza total y definitiva, supera a la razón, no la anula, pero la supera.
“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”
La Alianza Nueva que Jesús se propone sellar con el nuevo Pueblo de Dios, supera infinitamente a la sellada con Moisés. Se trata de una vida nueva y eterna. Nadie puede entrar en ella si no es impulsado por el Padre. “Nadie puede venir a mí si el Padre no le atrae”. Atraer es arrastrar desde dentro, desde el apetito que estaba ya en ellos, al menos en algunos. “Señor, danos siempre de ese pan”. Ese pan desconocido, ese pan substancial que da vida eterna. Ese “pan nuestro de cada día”, que Jesús en otra ocasión les ha dicho que deben pedir “hoy”.
Estamos ante la luz, pero una vez más, vino la luz y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz.
La razón, lejos de iluminar su comprensión, la ha oscurecido: “Este lenguaje es duro. ¿Quién puede escucharlo?” Y para algunos se malogra la gran ocasión de entrar en el Reino que se les ofrece.
Aprovechemos la ocasión para repetir nosotros el anhelo que ya está en nuestro corazón:
“Señor, danos siempre de ese pan.” “El pan nuestro de cada día, dánosle hoy”.