«Así pues, si no te creen ni escuchan la voz por la primera señal, creerán por la segunda. Y si no creen tampoco por estas dos señales y no escuchan tu voz, tomarás agua del Río y la derramarás en el suelo; y el agua que saques del Río se convertirá en sangre sobre el suelo» (Éx 4,8-9).
Como hemos podido percibir en los textos anteriores, Dios dijo a Moisés que no tiene por qué estar muy pendiente o preocupado de su propia imagen ante el pueblo; que la cuestión no es que tenga que creer o apoyarse en sí mismo sino en quien le envía. En definitiva, que Moisés es tan débil como aquellos a quienes es enviado. La imagen de su cayado convertido en serpiente, así como su mano que quedó cubierta de lepra en cuanto se la acercó al corazón, son los signos visibles de su debilidad. Tiene que ser consciente de que él no va a librar a nadie, menos aún a un pueblo entero.
Será Dios, el Fuerte, el del brazo poderoso, quien doblegará a toda una nación con el Faraón al frente. Es así como los egipcios comprenderán y conocerán, aunque sea de lejos, al Dios de Israel: se presentará ante el pueblo opresor como su Rescatador, su Redentor.
Redentor de Israel, he ahí uno de los nombres más significativos que los profetas dan a Yahvé. Es redentor porque rescata de las manos de sus enemigos a su pueblo. A este respecto podemos enriquecemos con un bellísimo texto de Isaías que anuncia la ya cercana liberación de Israel, a la sazón desterrado y sometido en Babilonia: «Porque yo, Yahvé tu Dios, te tengo asido por la diestra. Soy yo quien te digo: No temas, yo te ayudo. No temas, gusano de Jacob, gente de Israel: yo te ayudo -dice Dios- y tu redentor es el Santo de Israel» (Is 41 13-14).
El nombre de redentor personifica, dentro de la cultura de Israel, a aquel que hace justicia de la sangre derramada de su pueblo por la violencia de sus opresores y enemigos. La señal de que Dios es el Redentor de este pueblo de esclavos le viene dada a Moisés por la orden que de Él recibe. Ha de tomar agua del Río, derramarla en el suelo, para que con sus propios ojos vea que se ha convertido en sangre.
Hemos leído «agua del Río» así, con mayúscula. Se trata del gran Nilo, orgullo de Egipto. A sus caudalosas aguas debía Egipto su riqueza y prosperidad, por eso es llamado el Río entre todos los ríos del mundo. Egipto se enorgullece de ello.
La cuestión es que Dios ha visto y oído el clamor de los israelitas bajo la tiranía de la nación del Nilo, como ya pudimos ver anteriormente (Éx 2,23-24). Embriagados por su poder, riqueza y prosperidad, los egipcios hicieron oídos sordos y ojos ciegos a tanto dolor y clamor. Dios vio, oyó, y decide hacer justicia de tanta sangre derramada.
Quizá ahora entendemos mejor el signo, la señal con la que Dios abre los ojos a Moisés. Las aguas de la nación que les ha oprimido están manchadas con la sangre de los hijos e hijas de su pueblo. He ahí la señal: las aguas del Nilo que, al ser derramadas en tierra se convierten en sangre, la de su pueblo. Yahvé, el Redentor, que literalmente significa «vengador de sangre», les va a salvar.
Quizás uno de los testimonios más bellos y profundos acerca de Dios bajo la denominación de que es Aquel que hace justicia, es el de Job. Sabemos que Satán pidió permiso a Dios para tentarle con el sufrimiento, la desgracia, la ruina, la deshonra, etc. Tenía el convencimiento de que llegaría un momento en que no podría soportar más, y que en su desesperación renegaría de Dios y blasfemaría de su Nombre.
Job conoce el umbral de la desesperación. Entre todas sus desgracias, hay una que le despedaza el alma: lo que él piensa que es una ausencia de Dios. Aún así, el demonio no consigue que reniegue de Él ni que blasfeme. A pesar de todo, Job tiene en su mano una carta que Satán, por más que lo ha intentado, no ha conseguido arrebatarle. Esta carta es una convicción que lleva escrita en su alma. A pesar de la aparente ausencia, ¡Dios es su Redentor! y, como tal, le hará justicia. Él será el vengador de todas sus desgracias a las que él mismo les da un nombre: «su sangre derramada». Oigamos su bellísimo testimonio que es siempre actual: «[Tierra, no cubras tú mi sangre, y no quede en secreto mi clamor! Ahora todavía está en los cielos mi testigo, allá en lo alto está mi defensor» (Job 16,18-19).
Tenemos que completar este testimonio con otro; también de él y que es importantísimo para nuestra fe ya que nos da a conocer la razón de su esperanza en Dios su redentor, el que lleva su caso y por eso le hará justicia. La razón en la que se apoya Job es que su redentor no es una estatua ni una invención literaria mitológica, sino Alguien que está vivo y que tiene el poder de darle la Vida eterna: «Yo sé que mi Redentor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo. Tras mi despertar me alzará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios» (lb 19,25-26). No hace falta ser muy lúcidos para extraer del testimonio de este hombre una de las más bellas profecías acerca de la resurrección del Mesías, el Señor Jesús.
Antonio Pavía