Dios está ya entre nosotros, se nota. Su impronta conforma a la primera persona que intima con Él. María, su madre, se abandona al amor porque esto es la esencia de Dios, el Amor. No mira su situación —comprometida donde las haya— y afronta el absurdo y el rechazo para pensar solo en quien la necesita. Se pone en marcha en un viaje largo, incómodo y peligroso desde Nazaret a Ein Karem, donde vive su prima Isabel, quien, a pesar de su vejez, está encinta de seis meses también por designio de Dios.
Es muy posible que desde que San Joaquín y Santa Ana presentaran a su hija en el templo para que fuera instruida en las cosas de Dios —sin saber que, en los planes del Altísimo, María estaba destinada a ser su templo vivo—, María soñara con su total consagración a Dios. De ahí quizás su turbación ante el anuncio del ángel mensajero, que le hizo preguntarse por el significado de esas palabras que en principio no cuadraban con lo que Dios había depositado en su corazón.
Cuando uno se encuentra muy metido en sus propios proyectos, Dios no puede habitar en su corazón, porque ya se encuentra ocupado por otros pensamientos. Pero cuando se reconoce el momento de la visita de Dios, todo se llena de su presencia; se sabe que todo es posible y todo es para bien. Por eso María no se estanca, se abre a la voluntad de Dios y hace suyo su proyecto.
No es muy acertado aquel dicho “A Dios rogando y con el mazo dando” —en estas cosas se adivinan los retoques de los que han oído campanas y no saben dónde—. La fe no tiene que crear obligaciones. No, no son así las cosas del Espíritu; nada más lejos. Cuando uno se vuelve al Señor, Él lo habita con deleite: “Mi amado es para mí, yo soy para mi amado”. No se trata de obligaciones sino de necesidad. María, con su amado viviendo en ella —qué imagen tan bella de lo que es un cristiano—, los dos juntos, se ponen en camino impulsados por el Espíritu.
E Isabel, impulsada por el mismo Espíritu, sale al camino todos los días —seguro que fue así— intuyendo la llegada de alguien que va a dar sentido a una vida marcada por el absurdo: una juventud enseñoreada por la esterilidad y una vejez rejuvenecida por la llegada tardía de la vida. ¡Cuántos cuchicheos a su alrededor no habrá oído! ¡Cuántos silencios, cuántas preguntas, cuántas miradas al Cielo pidiendo respuestas se adivinan en Isabel!
Las dos mujeres vivían una situación de desamparo: la una —Isabel— por su edad, en la que la maternidad no es aconsejable ni viable; la otra —María— por su estado grávido, ya que solo está prometida con José —quedó encinta “antes de que vivieran juntos”—, nada más abominable en la cultura de su pueblo, causa incluso de condena a muerte. Su encuentro debió ser sublime: ambas se reconocerían en la fragilidad e incomprensiones sufridas por la otra, en la vida que portaban en su interior, y lo que es más importante, en la intervención divina en el origen de aquellas vidas. No cabe mayor identificación en el encuentro entre dos personas.
Isabel, sabiendo que quien venía traía la Vida que iba a salvar al mundo, rompe el elocuente silencio: “¿Cómo es que la madre de mi Señor viene a mí?”. Y hasta la criatura salta de gozo en su vientre. María levanta los ojos al Cielo y sin soltar de las manos a su prima Isabel, exclama con júbilo emocionado la exultación que, a buen seguro, repetirían al unísono una y otra vez en los rezos compartidos de esos días: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador…”.
Enrique Solana