El espectáculo que sucede al prendimiento tras la noche de la Oración en el Huerto es bochornoso. Los papeles de todos los presentes parecen estar cambiados y como consecuencia, la lógica y la justicia brillan totalmente por su ausencia. Los judíos, para conseguir la condena de Jesucristo invocan al César que es el máximo representante del odiado pueblo opresor; por otro lado, los discípulos, que son los amigos del Señor, sus seguidores que hasta ese momento lo han amado y admirado, lo entregan y permanecen ahora vergonzosamente escondidos. Pedro, el más fiel, el que días atrás ha reconocido su mesianismo y su condición de ser el Hijo del Dios vivo, que ha prometido defenderle con su vida, apostata y reniega públicamente de Él por la simple denuncia de una portera; y el procurador Poncio Pilato, la máxima autoridad civil y militar en Jerusalén, aun no encontrando culpa en Él, desobedece al más elemental sentido de la justicia, a la propia conciencia y a los sensatos consejos de su mujer mandándole azotar primeramente y ajusticiar después.
A los corderos se les sacrifica sin saña: una hendidura en el cuello y el animal, que se entrega mansamente, se derrama y muere. Cristo, que se entrega al suplicio con la mansedumbre de un cordero, es sometido en cambio a un atroz tormento en el que no falta la violencia, el ensañamiento, la humillación, el escarnio…, y yo diría que hasta el masoquismo de aquellos verdugos que se excitan con la violencia y no pueden parar, como si desahogaran en la víctima toda esa sed de justicia que inconscientemente reclaman para poder ser liberados de oscuras y profundas culpas. Ellos saben que debieran ocupar el lugar del reo porque se mueven en una ciénaga de corrupciones y violencias, pero así están las cosas: ¡Cúmplase toda justicia!
Cristo, despojado de su dignidad, es desnudado y atado a una columna para ser sometido al terrible castigo de los cuarenta latigazos. El espectáculo es indescriptible: los instrumentos utilizados han sido espeluznantemente diseñados para conseguir un sufrimiento atroz, y los verdugos son consumados expertos en herir. Cada latigazo clava literalmente en el cuerpo del Señor las puntas de plomo dispuestas en el extremo de los cordones del flagelo, desgarrando luego la piel cuando tiran de él. Y así, golpe a golpe, van lanzando aquellos soldados con toda la fuerza de que son capaces el feroz artilugio a las zonas más vulnerables del cuerpo del Señor.
No es difícil imaginar el deplorable estado en que quedó Jesucristo al término de aquella flagelación. La Sábana Santa muestra la atroz tortura de la que no parece posible salir con vida. En cualquier caso, la lectura del Cuarto Canto del Siervo de Isaías describe bastantes siglos antes, con una precisión inquietante, al hombre torturado que narran los evangelios en la Pasión: “No tenía apariencia ni presencia, le vimos y carecía de aspecto que pudiésemos estimar. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, como de taparse el rostro por no verle… Como cordero llevado al degüello permaneció mudo, sin abrir la boca… Mi siervo justificará a muchos, pues las culpas de ellos soportará”. ¿Qué sabría el profeta del proyecto de Dios Padre para salvarnos? ¿Qué mente humana podía albergar pensamientos así que con el tiempo se harían realidad? ¿Quién puede pensar ni por lo más remoto que Dios es así?
En la película La Pasión (Mel Gibson, 2004), al final de la tortura, María limpia silenciosamente la sangre de su Hijo derramada con un recogimiento indescriptible. La Iglesia purifica el cáliz al final de la Eucaristía, porque contiene esa preciosísima sangre, la misma sangre que Cristo sigue hoy entregándonos por puro amor.
Dios mío, ¡cuánto nos has amado! Dios mío, ¡cuánto nos amas!