Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día. Tomándole aparte Pedro, se puso a reprenderle diciendo: «¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!» Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres! Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? «Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta (San Mateo 16, 21-27).
COMENTARIO
Cristo arde en deseos de encender un fuego sobre la tierra que procede de la cruz que debe asumir. Fuego por fuego; el fuego de la cruz preparado para Cristo y asumido por él para librar al hombre de aquel otro “preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41), en el que se precipita quien no acoge su oferta de gracia y de misericordia.
Hemos escuchado que el Hijo del hombre debe padecer, morir y resucitar. El Señor diciéndolo de sí mismo lo dice también de nosotros, cuya naturaleza humana ha querido compartir.
También san Pablo dice: “No os acomodéis a este mundo y así podréis discernir la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (cf. Rm 12, 1-2).
Toda vida humana tiene en este mundo una precariedad, en la que no faltan sufrimientos y muerte, y que nos enseña a no poner en ella nuestras esperanzas y nuestros desvelos, porque nuestra existencia está destinada a la Resurrección y la vida eterna. No hemos nacido para sufrir y morir, sino para resucitar después de la muerte a una vida plena y definitiva. Cristo nos invita a esa vida mediante la fe en él, pero dado que esa vida es amor, no puede alcanzarse sin negarnos a nosotros mismos en este mundo, para lo cual nos entrega su Espíritu Santo. Seguir a Cristo no es dedicarle algunas horas, sino poner toda nuestra vida: lo que somos y lo que tenemos; nuestras ansias y proyectos en función suya, gozándonos en su voluntad.
También hemos escuchado otra palabra que Cristo atribuye a Satanás, aunque la pronuncie Pedro, y que en nuestra vida puede pronunciarla cualquiera que se nos acerque: tu vecino, tu madre e incluso nosotros mismos, bajo la sugestión de Satanás. Esta palabra dice: ¡No te ha de suceder eso! ¿Por qué tienes que sufrir? ¿Por qué tiene que morir tu hijo o tu madre…? ¡Tienes que ser feliz! ¡Tu felicidad es esta vida!
Hoy, el Señor nos enseña a responder: ¡Apártate, Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios!, que nos ha creado para algo más que esta vida. Tenemos que aprender a relativizar todo lo de esta vida, para estar dispuestos incluso a perderla por los demás. Sólo quien cree firmemente en Dios y en sus promesas de vida eterna puede darse a los demás perdiendo su tiempo, su dinero y hasta la propia vida, ofreciéndola “como hostia viva.” Sólo quien ha conocido el amor de Dios y ha sido poseído por él, puede amar.