Mientras iban de camino le dijo uno:
–Te seguiré adondequiera que vayas.
Jesús le respondió:
–Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.
A otro le dijo:
–Sígueme.
Él respondió:
–Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre.
Le contestó:
–Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios.
Otro le dijo:
–Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa.
Jesús le contestó:
–Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios. (Lc 9,57-62)
Estamos ante un pasaje donde claramente se habla del seguimiento o el discipulado. El texto se encuentra al principio del viaje de Jesús a Jerusalén, que para el tercer evangelio es muy importante (tanto que le dedica diez capítulos: desde 9,51 hasta 19,28). No parece casualidad que, al comienzo de ese viaje que acabará con la muerte en la Ciudad Santa y la resurrección –y que por tanto, podemos entender como metáfora de la propia vida–, Lucas haya colocado un episodio que trata de las condiciones del seguimiento de Jesús. A estas condiciones tendremos que remitirnos todos los que nos declaremos sus seguidores.
El pasaje está estructurado a partir del encuentro con tres personajes innominados (lo cual puede ayudar a que podamos poner nuestro nombre en el que mejor nos cuadre) y las intervenciones de estos y de Jesús. Dos de ellos –el primero y el tercero– toman la iniciativa y se dirigen a Jesús. El del centro, en cambio, es interpelado por el Señor. El diálogo entre este personaje y Jesús es el más desarrollado, quedando en el centro la respuesta que da la petición de Jesús de seguirle.
Con los tres personajes del episodio se ponen de relieve las dificultades que conlleva el seguimiento de Jesús. Ante la buena disposición para el discipulado del primero de ellos es el propio Señor el que destaca los problemas. En este caso, la indigencia de no tener techo ni abrigo seguro.
El segundo personaje es el que le pone pegas a la llamada al seguimiento que le hace Jesús. Y unas pegas de lo más serias y fundadas: tiene que ir a enterrar a su padre. La respuesta del Señor no puede ser más desconcertante. Lo que afirma es que el sagrado deber de dar sepultura a los difuntos (y más si se trata del padre, porque, aparte de ser una obra de misericordia, formaba parte de los deberes que implicaba el cuarto mandamiento, el de honrar a los padres) corresponde a los propios difuntos. Los vivos están para algo más importante: seguir a Jesús y servir al anuncio del Reino de Dios. Aunque, obviamente, haya que enterrar a los muertos, no debemos olvidar que Dios es un Dios de vivos, no de muertos.
El tercer personaje incluye la dificultad –en este caso menor, aunque bastante razonable– en la petición de seguimiento: despedirse de los de su casa. El texto recuerda el de la vocación del profeta Eliseo: «Déjame ir a despedir a mi padre y a mi madre y te seguiré» (1 Re 19,20), le pide Eliseo a Elías. Y este accede. Jesús, sin embargo, le responde a su interlocutor con la famosa frase del arado y la vista atrás (también con algunos elementos comunes con el episodio de la vocación de Eliseo: arado, volver atrás, seguir y servicio). El seguimiento de Jesús y el servicio al Reino de Dios están por encima incluso de la vocación profética. Lo cual significa que, si somos verdaderos discípulos, ese título debe ser más preciado para nosotros que el de profeta –y sacerdote y rey–, con el que nos adornaron el día de nuestro bautismo.