En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
– «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo”.
Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». (Mateo 5, 43-48)
1. Estamos en los diez primeros días de la Cuaresma. El Maestro se ha sentado en lo alto de una montaña y desde allí ha ido desgranando unas bellísimas palabras —el Sermón del Monte con las Bienaventuranzas—, que debieron dejar atónitos a sus oyentes, de la misma manera que nos sorprenden y desconciertan hoy día también a nosotros. Pero los evangelios de estos días no son motivo de análisis de cada una de las Bienaventuranzas, sino que la liturgia de la misa diaria va proponiéndonos algunos fragmentos de ese inaudito e inconcebible Sermón del Monte, mezclándolos con otros textos de San Lucas y San Juan hasta llegar al Triduo Santo de la solemnísima Vigilia Pascual.
2. Yendo al Evangelio de este sábado, hay algunos consejos de alta temperatura, entre los que destaca el amor al enemigo, termómetro clave de si somos o no cristianos de verdad o solo tenemos un barniz y, en el mejor de los casos, se trata de un esmalte o laca que nos da empaque y prestancia, pero solo externa, sin ningún fundamento o sustancia divinos: un termómetro que sea auténticamente «pobre de espíritu, manso como un corderillo, que sabe aguantar el llanto, buscador de hambre y justicia, misericordioso, de ojos y corazón puros y cristalinos, pacífico, sereno y sosegado». Podemos amar a los que nos aman, respetar a los que nos respetan, invitar al restaurante a quien previamente nos ha invitado, corresponder al saludo a quienes nos saludan, ayudar con ropa y alimentos a quienes se desvivieron cuando carecíamos de ello, llevarnos bien con quienes bien nos tratan…
3. Pero ¿es que no hacen igual los que te pagan con la misma moneda? ¿Qué méritos o premio tenemos? Ninguno, porque toda relación que esté basada en el «te doy porque tú me das» o en el «si tú me das, yo te lo devuelvo con el mismo contenido o similar al tuyo» es lo mismo que hacen los pecadores. Nos movemos, pues, en un clima puramente humano, aunque hoy día abunda muchísimo más la discordia entre vecinos, familiares, compañeros del trabajo… que ese tipo de relaciones humanas, donde normalmente se da la convivencia en el orden natural de las cosas, ajenos todavía, o al margen, de cualquier armonía de origen religioso. Eso en gran medida ha ido desapareciendo y se ha ido instalando y acrecentado la soledad, el vivir solos, aunque estemos en la misma casa con nuestra mujer e hijos. ¡Qué pena tan espantosa y aterradora la de marido y mujer que viven solos bajo el mismo techo sin ningún tipo de comunicación y, mucho menos, comunión (común unión)! En Escandinavia, por poner un ejemplo, hay un 70 % de la población que viven solos, soledad hasta la ausencia de Dios, con una vida taciturna y apesadumbrada. Y eso a pesar de que «vuestro Padre celestial hace salir su sol sobre malos y buenos», porque no desdeña a tantísimos afligidos, aunque no quieran saber nada de él, o, incluso, renieguen de él, pues él está siempre con los brazos extendidos esperando la vuelta del hijo pródigo (ver Lc 15,11-32), que yo personalmente defino como la parábola del Padre misericordioso, que es el que todos los días sale al otero con la esperanza deber al hijo pecador y, cuando finalmente aparece en el horizonte y se acerca, no le da tiempo para que exprese su necesidad de perdón, abrazarlo y hacer fiesta, pues vale más regocijarse por una oveja descarriada y encontrada que por las noventa y nueve resguardadas en el redil (ver Lc 15,9-10),
4. Son numerosísimos los textos de la Escritura que nos hablan de esa misericordia de Dios, ya que incluso nosotros, cuando éramos enemigos, conocimos nuestra amistad con Dios gracias a la muerte en cruz de Jesucristo (ver Col 1,21-22). Por ello nos pide rezar por ellos, «no devolver mal por mal, ni insulto por insulto» (ver Rom 3,8-9 y 12,20; 1 Ped 3,9; 1 Tes 5,15), ya que «si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber» (Rom 12,20), invitándonos a ser «perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48), o «sed santos como yo soy santo» (1 Ped 1,16).
5. El listón que nos marca el Señor no es alto, es altísimo o, mejor dicho, es transcendente, inalcanzable sin la gracia: «Por gracia estáis salvados mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios» (Ef 2,8-9). La forma de entrar en esa dimensión sobrenatural es «amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para seáis hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5,44-45). Aquí no valen componendas ni arreglitos, a pesar de que nuestra naturaleza lleva intrínsecamente el principio de «el que la hace la paga», y salta sin más contra quien nos hace daño, contra quien nos mira por encima del hombro, contra el que nos pisa en el trabajo porque quiere medrar como un vulgar «trepa», contra el que disfruta llamándonos «carcas» y desprecia a la Iglesia Católica.