En aquel tiempo, Jesús gritó diciendo:
«El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas.
Al que oiga mis palabras y no las cumpla, yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo, lo hablo como me ha encargado el Padre». Juan (12,44-50):
Hoy conmemoramos a un gran santo español: San Juan de la Cruz. Qué mejor comentario a esta palabra que la vida de este santo dónde se ve cumplida esta buena noticia. Vivir en el mundo es vivir huérfano, en la tiniebla, en la soledad, luchando constantemente por subsistir, por dar sentido a nuestra precaria vida. Sin embargo el que acoge a Dios en su día a día –como San Juan de la Cruz– ve al Padre por encima de los acontecimientos que el enemigo utiliza para confundirle. Este hombre, nacido en una familia pobre, pierde a sus padres y a uno de sus dos hermanos siendo pequeño; pasa grandes vicisitudes y falta de alimento que tienen como resultado la endeblez de su corta estructura física, a consecuencia de la desnutrición.
Finalmente, por las circunstancias que le rodearon, se cría el huérfano Juan de Yepes, como pobre de solemnidad. Sin embargo, en ningún momento aquellos vientos que acechaban su existencia, apagaron esa luz que le guiará por el «camino de la vida». Este hombre nos ayuda a poder ver que nosotros no estamos llamados simplemente a casarnos, a ser curas o monjas o consagrados a Dios cuidando a nuestros mayores, ya que estos quehaceres, son un medio para nuestra gran misión: La santidad; hacer lo que el Padre quiere de cada uno de nosotros: manifestar con nuestra vida que Él no es una teoría, ni una creencia para justificar la muerte y el sufrimiento, sino que está ahí, que se le puede ver que EL ES; que actúa; como decía el Papa hace pocos días: sed «Evangelios vivientes». Para esto necesitamos la Palabra: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119, 105).
Este mundo de hoy vive en las tinieblas y huérfanos de padre buscando su identidad. Recorre un camino a través del absurdo dónde podemos encontramos cohabitando «exceso con necesidad», «lujo con miseria»… Esta luz que nos anuncia el Evangelio surge de la Eucaristía dónde aparece el camino que Dios ha abierto en medio de las tinieblas, en medio de la muerte que produce nuestras obras; surge del pan que se parte y puede ser consumido para la vida del mundo. Esa es la luz que necesitan los que nos rodean; no una luz que adorne, temporal, estética, sino una luz que se desgasta, que se dona por el otro permitiéndole ver, encontrar el amor, descubrir al Padre en su historia. Juan de Yepes encontró esta luz y la defendió durante toda su vida y le permitió –a pesar de su historia, de la inquisición, de la persecución y de la cárcel– mostrar el amor de Dios, expresar su ternura. Le encarcelaron, rodearon de paredes al hombre de la carne, pero el hombre nacido del «agua y del espíritu», su alma –iluminada por la luz del resucitado– concibió aquellos escritos poéticos que todos conocemos que nos hablan del triunfo de Jesús sobre la muerte, sobre la noche oscura que nos cerca y abre las puertas del cielo a todos aquellos que creen en Aquel que ha sido enviado para salvar al mundo.