Alfonso V. Carrascosa SantiagoEn aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
–A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen.
Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores con intención de cobrárselo.
¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada: tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos.
Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante.
La medida que uséis la usarán con vosotros.
En este pasaje Jesucristo anima a hacer algo realmente novedoso. Es, podríamos decir, un mandamiento original, algo de alguna manera desconocido. La intensidad y solemnidad del discurso subraya la importancia del contenido. El contexto no es otro que el denominado Sermón del Monte, en alguno de cuyos paralelos el mensaje se presenta como “…habéis oído que se dijo amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo, más yo os digo…”. De alguna manera el Sermón del Monte marca un antes y un después. Jesucristo, al igual que Moisés en el Sinaí, proclama la Palabra de Dios, dando a conocer la esencia de su Persona, que sabe es lo que todos necesitamos para vivir en plenitud el amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo: “Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios, el señor es uno, y amarás al señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo. Haz ésto y tendrás la vida eterna”.
En vez de la palabra prójimo, nos encontramos con la de enemigo. Y Jesús explica el sentido del cambio. Porque lo que realmente somos para él muchas veces es enemigos. Dice san Pablo que Cristo dio su vida por nosotros no cuando éramos sus amigos, sino cuando éramos sus enemigos. Cristo en la cruz dice “Perdónales, porque no saben lo que hacen”. Y Dios, es verdad que hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia también a los pecadores. Todo el mundo ama a los que le aman, y hace bien a los que le hacen bien, pero Dios ama igual a los que le odian, a sus enemigos, y Jesucristo ha dado su vida por ellos, porque no son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos, y uno que odia a Dios es un enfermo espiritual grave. Odiar a Dios porque permita que un familiar tuyo tenga una enfermedad incurable es estar enfermo grave espiritual. Odiar a Dios porque tu hijo no haga lo que a ti te parece bien es estar enfermo grave, o porque tu mujer te haya abandonado, o porque el trabajo te resulte un horror, o porque estés en el paro…Dios no deja de amarnos porque le odiemos, porque es eterno su amor. Este amor al enemigo que él nos tiene es precisamente lo que nos salva, porque cuando nos vé así no se dá media vuelta buscando a alguien que le ame, que le obedezca, sino que nos busca como oveja perdida que somos.
Dice la primera lectura que el conocimiento engríe, pero el amor mutuo construye. Se refiere al conocimiento del mundo, no al de los mandatos del Señor, a través de los cuales Dios nos manifiesta su naturaleza porque quiere que participemos de ella, porque no se quiere así mismo en exclusiva, sino que nos quiere, y por eso somos su imagen, tantas veces deteriorada por nuestros pecados. Gracias a su Palabra esa imagen se reconstruye. La Virgen María, la que no conoció varón, si conoció a Dios en su intimidad, y quedó encinta. Sobre ella fue proclamada la Palabra, y engendró a Jesucristo, fuerza de Dios, sabiduría de Dios. Así sea sobre nosotros con este Evangelio de hoy. Porque no somos nosotros por nuestro puños los que realizaremos el amor a nuestros enemigos. En este intenso “Vete y haz tú lo mismo” es más bien el Espíritu Santo que viene sobre nosotros.
Jesucristo es el que viene a dar cumplimiento en nosotros a la Ley, el que ama a su prójimo aunque éste sea su enemigo. El Bautismo nos confiere esa naturaleza. Nada es imposible para Dios en nosotros, si creemos en Él, si le dejamos hacer. Él es capaz de convertirnos, de hacernos hijos suyos. A mí, aunque lo viva sin mucho sentimiento, lo que me ha pasado en mi vida es que me he encontrado con Alguien que me quiere aun cuando yo me comporte hacia Él como un enemigo, con una Persona que es Espíritu Vivificante, que así ha vencido en mí la muerte que me producen mis pecados, la muerte profunda de mi persona porque se separa de Dios, de quien soy imagen suya o no soy. Este Espíritu que es el amor al enemigo es el que ha hecho posible que yo deje de vivir el cristianismo sólo como una religión, en el sentido de un instrumento que me permite obtener el favor de Dios en mi vida, y pase a aceptar el sufrimiento, la muerte, la enfermedad, la limitación, como parte del plan de salvación de Dios para mí y para el mundo. El conocimiento del amor al enemigo en cuanto a realización del amor de Dios en mí, no engríe: es el amor mutuo, el que realmente construye.