Ayer por la mañana me miraba al espejo mientras me peinaba y pensaba: “La verdad es que esta cara seguramente no la volveré a ver hasta la noche. Si estoy en casa, las caras que veré son las de mi marido y mi hijo, pero no la mía. Si voy a casa de mi madre, será a ella a quien vea, o acaso a mi hermana, si está allí. Por la calle, veré a amigos, conocidos… Con muchos rostros me tropezaré a lo largo del día, pero el mío propiamente dicho será el que menos vea.”
Por la tarde, hablaba con una amiga por teléfono cuyo rostro no veía, pero escuchaba su voz. Me comentaba en qué consistía un proyecto que estamos realizando en Colombia, y estuvimos un rato cambiando impresiones.
Por la noche, cogí el “Youcat”. No había tenido ocasión y quise empezar a hojearlo. Comencé por el prólogo y dos cosas llamaron mi atención. Según lo leía, creía que lo había escrito un joven, por el estilo sencillo y cercano; me quedé sorprendida cuando ví que lo firmaba Benedicto XVI. De él sí que conozco el rostro, aunque en ese momento no había puesto cara a las palabras.
Por otra parte, pensé en la cantidad de personas que habían estado trabajando preocupadas por llegar a los jóvenes, y a las cuales nunca pondré cara pero les estaré agradecida. Seguramente, mucho de lo que lea me servirá para crecer como persona.
Llegó la noche y pensé qué extraños somos los humanos. Cuánto tiempo nos pasamos dedicados a una imagen que no vemos y, sin embargo, qué poco a lo que sí sentimos: la voz, los gestos, las palabras…
Destinamos horas y horas para lograr estar perfectos por fuera, pero ni un instante nos paramos a pensar en lo que decimos, en cómo lo decimos, en si es necesario decirlo…
¡Cuántas personas habrá en este instante sufriendo por sus kilos de más, por la estatura, por tener granos, porque no les gusta su nariz…!
Lo mucho que cambiaría todo si en vez de estar tan preocupados por el espejo del baño usáramos el espejo del alma.