En aquel tiempo, el pueblo estaba en expectación, y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.» En un bautismo general, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto.». (Lc 3, 15-16. 21-22)
Hoy la Iglesia celebra la segunda Epifanía; en la primera el Señor sorprende a los sabios que siguiendo una estrella encuentran a un niño recién nacido en un simple pesebre. Estos hombres reconocen en este niño la fragilidad del ser humano pero al mismo tiempo descubren su linaje de Rey y contemplan la gloria de su divinidad. En esta segunda Epifanía, Jesús vuelve a presentarse como uno de nosotros y en esta ocasión es el mismo Dios, su Padre, el que le ratifica como Rey y le presenta como Dios al declararle su Hijo muy amado, su predilecto.
Por el bautismo, en teoría, hemos sido todos nosotros declarados por la Iglesia: sacerdotes, profetas y Reyes. Por este bautismo también el Padre nos ha amado y nos ha hecho hijos suyos y coherederos con Cristo del Reino de los cielos. Pero es necesario que esto nos lleve a nacer de nuevo. Por esto dice Juan que él bautizaba con agua pero Jesucristo nos viene bautizar con Espíritu Santo y fuego para acabar con el hombre viejo y sus esclavitudes y dar paso al hombre celestial que nace de lo alto. Esto suena muy bonito pero se tiene que dar en nuestra vida para que seamos también nosotros una Epifanía para aquellos que nos rodean, que viendo nuestras buenas obras, –esas obras de misericordia de las que hablaba el Papa Francisco en la homilía del jueves pasado– Jesucristo sea manifestado como Rey, como Dios y como hombre en medio de esta generación.