En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros.
No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él». (Juan 14, 15-21)
Vida, Verdad y Amor son palabras que resisten al paso del tiempo y sus desgastes. Para verlo mejor basta contrastarlas con sus opuestos.
Algo de especial nos distingue de cualquier otro ser que habite este mundo, sobre todo de aquellos capaces de sentir: la Vida, la Verdad y el Amor son susceptibles de profunda vanalización y reducción a casi nada; nuestra floja cultura posmoderna es recalcitrante en este simplismo de las grandes cosas. Ser hombre se sustancia y fundamenta – haciéndose, como decía antes, resistente a la tarea de demolición del tiempo – en la sobrepujante fuerza del Amor que engendra Vida (y si no, no es amor) y ésta se traduce en la Verdad del sentido de vivir, y en el sentido de la Verdad que es propio de lo humano, como participación de Dios, Creador y Padre.
En el fondo de la declaración de Jesús que Juan nos propone hay una muy profunda atestiguación de qué es el hombre y la mujer como Dios lo quiso, y sigue queriéndolo. Meditar el Evangelio de hoy, sin prisas y en un silencio prolongado convenientemente, nos permite entrar en la revelación del alcance del Amor de Dios revelado por Jesús, y para bien (infinito y trascendente bien) nuestro.