Cuando lees las biografías de los grandes ateos que se han convertido, comprendes que aún hay esperanza para los nuestros, los ateos modernos. Los que emplazan en buses europeos mensajes como éste:
“Probablemente Dios no existe”.
He crecido al amparo de Dios. Lo he tenido presente en todas mis actividades. Mi trabajo, la familia, los paseos, mis escritos. Y siempre me ha llamado la atención la vida de los ateos. Los veo como un país lejano, sin sol, ni lluvia.
Algo suele mover al ateo para despotricar contra el creyente. Le molesta su paz, su alegría interior, su anhelo de eternidad. Tal vez le inquieta nuestra esperanza.
El hecho es que la mayoría de los ateos que se han convertido, lo hicieron sin buscarlo. Y terminan sus días tratando de mostrar al mundo que en verdad, Dios existe. Y nos ama.
Nunca imaginaron que Dios les saldría al paso y les diría: “Aquí estoy”. Muchos escribirán: “Mi vida comenzó, después que encontré a Dios”.
Uno de los casos más impresionantes es el de Andrè Frossard (1915 – 1995). Era hijo del primer secretario del partido comunista francés. Frossard escribe: «Éramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo”.
Una tarde entró en una capilla del barrio latino, en busca de un amigo. Se topó de frente con Dios. Cinco minutos después, salió Católico y creyente, “en compañía de una amistad que no era de la tierra”. Esta experiencia de gratuidad, la plasmó en un libro impactante donde narra su conversión: “Dios existe. Yo me lo encontré”.
“Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar , volví a salir, algunos minutos más tarde, «católico, apostólico, romano», llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable”.
Tal vez, es esta alegría lo que tanto perturba a los ateos.
La referencia que tengo de Dios me han llegado por mis padres, mis abuelos, las hermanas franciscanas y los libros que he leído, pero la que más valoro es lo que he experimentado: “su presencia”, la de un Padre amoroso y tierno.