«En aquel tiempo, se le juntaba a Jesús mucha gente y, al pasar por los pueblos, otros se iban añadiendo. Entonces les dijo esta parábola: “Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso y, al crecer, se secó por falta de humedad. Otro poco cayó entre zarzas, y las zarzas, creciendo al mismo tiempo, lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y, al crecer, dio fruto al ciento por uno”. Dicho esto, exclamó: “El que tenga oídos para oír, que oiga”. Entonces le preguntaron los discípulos: “¿Qué significa esa parábola?”. Él les respondió: “A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de Dios; a los demás, sólo en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan. El sentido de la parábola es este: La semilla es la palabra de Dios. Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven. Los del terreno pedregoso son los que, al escucharla, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan. Lo que cayó entre zarzas son los que escuchan, pero, con los afanes y riquezas y placeres de la vida, se van ahogando y no maduran. Los de la tierra buena son los que con un corazón noble y generoso escuchan la palabra, la guardan y dan fruto perseverando”». (Lc 8,4-15)
La parábola del sembrador es de las muy conocidas. Más o menos nos sabemos todo eso de los diversos tipos de suelo sobre el que cae la buena semilla. Jesús, que elegía cuidadosamente el momento en el que realizar sus acciones, exponía sus enseñanzas, se desplazaba, etc., para lanzar esta parábola del sembrador se esperó a que se le uniera mucha gente. Era muy notorio, por los pueblos que pasaba se le agregaba más y más gente. Arrastraba a las multitudes.
Precisamente en un momento álgido de concentración de personas, en pleno esplendor de su popularidad, anuncia su futuro. De un modo velado, a sabiendas de que no era comprendido, anticipa a un público numeroso su muerte en la cruz; al pie de la cual solo estaría el discipulo amado y su silente Madre.
María es la clave de este relato, porque, si en la Antigüedad lo principal se escribía al principio y al final de un texto, aquí está claro que Ella es la figura preeminente de entre «los que con un corazón noble y generoso escuchan la palabra, la guardan y dan fruto perseverando«.
Es insuperable el retrato que de este modo Jesús hace de su madre María: ella escuchó con un corazón noble y generoso. Porque realmente «escuchó», no pensó o se le ocurrió, “escuchó” al Ángel del Señor (Lc 1 38) y lo hizo con el corazón, traspasó su mente y sus planes. Ya desposada y decidida a compartir la vida con José, su corazón fue noble y generoso aceptando una historia imposible, una misión inabarcable, desconcertante y llena de incertidumbres. Su nobleza y generosidad se evidenciaron pronto cuando no retrocedió ante el anuncio del anciano Simeón de que una espada le atravesaría el alma (Lc 2 35).
Ella «guardó» la Palabra, en sentido literal, al gestar en su seno virginal al Señor y, al mismo tiempo, al guardar o custodiar las palabras de su hijo en su corazón. Comprendidas o no, las hacía propias y las ponía en lo más profundo de su ser. María guardaba estos acontecimientos en su corazón, «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2 19). Ciertamente, su corazón noble y generoso escucho y conservó las palabras; la Palabra. Además dió «fruto». El fruto más precioso que la humanidad pudiera soñar: el Hijo de Dios habitó entre nosotros por haber acogido la Palabra. Verdaderamente fructificó, no volvió de vacio. La semilla es la Palabra de Dios; de ello da testimonio inigualable María. Ella no necesitó la aclaración que le pidieron los discípulos a Jesus.
Ellos intuían que bajo la apariencia de un relato muy simple y pedagógico se escondía algo fuerte. No por inteligentes precisamente, sino por avisados: «El que tenga oídos para oír que oiga«, había gritado Jesús. Supuestamente todos tenían el oído abierto, pues desde su más tierna infancia habían escuchado de sus padres «Escucha Israel» (Dt 6 4); cabía suponer que los del oído abierto eran todos ellos. Pero los discípulos —aparte— con modestia o cautamente, le pidieron aclaraciones. María tambien las pidió a Gabriel; no es sino un gesto de reverencia ante la importancia o trascendencia de lo que se ha escuchado.
La prueba de todo es el fruto. No basta escuchar, ni siquiera con corazón noble y generoso, es necesaria la fructificación y esto —dar fruto— solo ocurre mediante una cosa imposible para los hombres; perseverar. «Perseverando«, así en gerundio, desarrollando una acción, realizando la actividad de perseverar. Esta es la palabra fuerte, la puesta al final de este texto. Ciertamente María perseveró al pie de la cruz y, lo que es más importante, esperando la resurrección de su Hijo, cuyo reinado no tendría fin.
El problema es perseverar. Juan amó y perseveró. Pedro y los demás prometieron, hablaron…, pero huyeron y miraron desde lejos. Jesús no se espanta: “¿También vosotros quereis marcharos?” (Jn 6,68). El Joven rico se marchó. Los hijos del trueno, dispuestos a todo, ¿dónde estaban a la hora de la verdad? Pedro, que había desenvainado la espada, ¿dónde se había escondido.
«A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de Dios«. Pues de entre esos «secretos» hay uno esencial; no basta conocerlos, hay que pasar a una inusual y extraña acción: la perseverancia.
Francisco Jiménez Ambel