Dijo Jesús al gentío; “Nadie que ha encendido una lámpara, la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama, sino que la pone en el candelero para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no llegue a descubrirse, ni nada secreto que no llegue a saberse y hacerse público. Mirad, pues, cómo oís, pues al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener. (Lc. 8 16-18)
La luz es lo que permite la percepción de la realidad, de la realidad real, si se me permite la redundancia. Porque en un mundo saturado de realidad virtual, de apariencia, de penumbra y de propias tinieblas, la luz es el único antídoto.
La estratagema, o ilusión, de esconder la realidad anegando la luz está abocada al fracaso. No se trata de modificar la “iluminación” de la vida sino de conformar una realidad existencial nueva.
Aquí Jesús no se dirige a los apóstoles, ni al círculo mas amplio de los discípulos, ni al grupo numeroso de los que lo seguían, sino que habla “al gentío”, a todos indiscriminadamente, a la opinión pública.
La luz puede ser rechazada, puede ser objeto de procederes absurdos, opuestos y contradictorios; el de sofocarla poniéndola bajo una vasija (con el pronóstico fácil de su extinción; una vela en tales condiciones se apagará) o el provocar un incendio (haciendo arder una cama). La función de la luz no es ni lo uno ni lo otro, sino el facilitar que aquellos que “entren” vean. Por eso en el bautismo, a los que entran en la Iglesia, se les entrega una luz; para que vean.
El no ver es una pretensión vana. La luz va a prevalecer. Las tinieblas, que pretenden encubrir el mal, no tienen la última palabra. Cierto que, engañosamente, brindan cobijo a la impunidad sobre las malas acciones y parece proteger a las intenciones secretas, pero es por poco tiempo. “Pues nada hay oculto que no llegue a descubrirse, ni nada secreto que no llegue a saberse y hacerse público”. No hay escondrijo definitivo para el mal ni “alto secreto” que no termine haciéndose público. La luz tiene esa propiedad; hace que las cosas se terminen conociendo.
Habrá quien se escude en que se trata de una ingenua imagen, común a muchas religiones y filosofías, y no faltará quien desvirtuará la eficacia denunciadora de esta palabra de Dios. Ambas actitudes caen dentro de las previstas en el evangelio: la puesta bajo el celemín o bajo el camastro. Obviamente Jesús habla de la Fe, precisamente porque a los que crean que la tienen se les quitará la apariencia, y los que en verdad lo esperan a Él al oírlo – !Mirad como oís!- se alegrarán y verán acrecentada su Fe. No hay espiritualismo huero en la Fe y en su asociación con la publicidad; la certeza de que todo se hará público es la comprobación de la Fe. Sin Fe no hay esperanza de justicia, seguridad de que la impunidad no triunfará y de que de Dios no se burla nadie.
La noche, la obscuridad, las tinieblas, la clandestinidad, los recovecos interiores donde se cultiva la reserva mental, la hipocresía, la incoherencia, la idolatría, las malas intenciones…todo quedará al descubierto. De nada sirve hacerse falsas ilusiones. Todo se sabrá; es el primer efecto de la Luz, de la Justicia de Dios. De la reconstrucción de Jerusalén, y de la conducta de los justos (los de recto corazón). Especialmente del Justo, encumbrado para iluminar toda la Tierra. “La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron” (Jn. 1 5).
Pero no hay que infravalorar el “amor a las tinieblas”, el apego a las obras malas no es una posibilidad absurda; es exactamente la condenación. “Y la condenación está en que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras.” (Jn. 3, 19-20) Esta correlación entre tinieblas y ocultación se refiere a “obras”, a hechos, no a ideas o creencias. Lo aclara el propio evangelista: “Porque el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios”. (Jn 3 21).