En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Se quedaban asombrados de su enseñanza, porque su palabra estaba llena de autoridad. Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu de demonio inmundo y se puso a gritar con fuerte voz: «¡Basta! ¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios». Pero Jesús le increpó diciendo: «¡Cállate y sal de él!» Entonces el demonio, tirando al hombre por tierra en medio de la gente, salió sin hacerle daño. Quedaron todos asombrados y comentaban entre sí: «¿Qué clase de palabra es esta? Pues da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen». Y su fama se difundía por todos los lugares de la comarca. (Lc. 4, 31-37)
Hace dos domingos se proclamaba en la celebración eucarística el evangelio en el que Jesús pregunta a sus discípulos: “Quién dice la gente que soy yo?”, para pasar posteriormente a interpelarles: ¿Y vosotros, quién decís que soy yo? También en el evangelio de ayer se nos presenta a Jesús en su pueblo natal al que no se termina de conocer, incluso escandaliza. Sí, se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca, efectivamente enseña con autoridad y precisamente esto lo que les cuestiona. Muchos de sus oyentes se habrían sentado con él en los pupitres trabajados por las manos de José, habrían ido al campo a buscar nidos, habrían ido a por pan y a por leche juntos, habrían compartido cuadrilla en la siega o la vendimia. Incluso se habría tomado algún vinillo con ellos en la taberna de Nazaret. Pero detrás de sus palabras de gracia no son capaces de ver más que “al hijo del carpintero”.
Efectivamente, noticias del él se van divulgando por los lugares de la comarca. La gente opina de él que es “Juan Bautista, Elías o alguno de los profetas”. Incluso Pedro, tras confesar a Jesús como Mesías en Cesarea de Filipo, aun siendo por revelación del Espíritu, no termina de entender el verdadero mesianismo y se escandaliza ante el anuncio de la pasión. Piensa como los hombres.
El relato evangélico de hoy sitúa a Jesús en Cafarnaún, ciudad más cosmopolita, más abierta y tolerante (o quizás, como ahora, que llamamos ser “abiertos y tolerantes” a vivir tan “cerrados” en nosotros mismos que nos importa un bledo el prójimo). Cafarnaún, ciudad orgullosa y encantada de sí misma: “¿Hasta el cielo te quieres encumbrar? Hasta el hades te hundirás” (Lc. 10, 15)
La globalización, hoy y siempre genera el caldo de cultivo para que el demonio ande suelto. Ante proliferación de tribus urbanas de todo pelaje resulta más fácil el camuflaje. Y los demonios, que son malos pero no son tontos, son auténticos teólogos. Ellos sí saben bien quién es Jesús: “El santo de Dios” y cuál es su misión: “Has venido a destruirnos”. Efectivamente, los demonios creen en Dios y tiemblan (Cf. Sant. 2,19).
Pero lo mismo que saben quién es Jesús, también saben quién soy yo. Me conocen perfectamente. Conocen mi “talón de Aquiles”, la herida abierta por dónde infectar, la ventana de mi casa que no cierra bien y por la que pueden colarse, el chip no protegido de mi ordenador para invadirlo con un “troyano”. También hoy me dicen: “Sé quién eres”. Saben cómo adueñarse. Cómo poseer. Y ser poseído por un espíritu inmundo no consiste en la tontería de ir haciendo aspavientos como en las películas de exorcismos. Vivir poseído es vivir atado, no ser dueño de uno mismo, vivir esclavo.
Confieso que tengo pánico al dentista. Creo que me enfocan la cara no para reparar las caries sino para ver mi semblante de pánico. Y resulta que acaba la sesión ¡y no te hacen daño! Cuando el demonio se mete dentro es peor que un dolor de muelas, y a pesar del insoportable malestar, te dice: “No acudas a Jesús, que te va a doler; ¿no ves como se retuerce en el suelo?”. Y resultó que el espíritu inmundo salió de él sin hacerle daño.
Hablaba con autoridad, con la misma autoridad de la Palabra que en el principio de todos los tiempos puso orden en medio del caos y puso vida en medio de la nada. Pues como dijo aquella contra la que los demonios no pudieron irrumpir, “Hágase en mí según tu Palabra”.