“El expolio de Cristo” es un enorme lienzo pintado por El Greco para la Sacristía de la Catedral de Toledo y que constituye su primera obra en España; la fama que le proporcionó este cuadro, junto con otros para el convento de Santo Domingo el Antiguo, fueron determinantes para establecerse definitivamente en Toledo.
El asunto es del todo nuevo, pues las sacristías se adornaban con la escena de la Crucifixión. Se llegaría a un acuerdo para decidir que el motivo idóneo para este lugar, donde los canónigos se revestían con ricos ternos, era el del humillante despojo de las vestiduras a Cristo. Así, mirando al maestro, cada miembro del capítulo catedralicio podría preguntarse ¿quién soy yo?, ¿a quién estoy siguiendo?… Sin duda la presencia de todo un Dios, despojado de su túnica y maniatado como un animal, era un episodio de la Pasión suficientemente impactante como para llevar a la conversión a todo el que lo contemplase.
“me rodea una manada de novillos, me acorralan toros de Basán”
Los evangelistas narran la crucifixión de Cristo e inmediatamente después comentan el detalle del reparto de sus vestidos: “Se repartieron sus vestidos echando suertes” (Lc 23,34b). Así se cumplía la profecía manifestada en el salmo 22: “Se han repartido mis vestidos, y han echado a suertes mi túnica.” (Sal 22,19). El episodio fue interpretado en la tradición medieval ortodoxa bizantina como anterior a la subida a la cruz.
En esta obra el Greco adopta una forma de componer la escena muy original, desde luego sin precedentes. El autor, dejándose llevar por un espiritualismo místico exacerbado tan propio de él y del estilo manierista al que pertenece, hace que el grupo principal ocupe todo el espacio, anulando cualquier referencia al entorno natural.
El punto de vista de este grupo es frontal. Las tres mujeres de la parte baja —la Virgen María, María Magdalena y María la de Cleofás— están pintadas desde un plano superior, con sus figuras superpuestas formando una diagonal que se contrarresta con la diagonal que configura el soldado, el cual, inclinado en escorzo, prepara el madero de la cruz. De alguna forma, estas dos diagonales de la base coinciden en un vértice que viene a ser la punta de flecha sobre la que se yergue la figura de Cristo, la única que se nos muestra de cuerpo entero desde los pies, descalzos y pobres, hasta el vértice de la cabeza.
expoliado de su túnica, ultrajado hasta el extremo
La figura de Cristo es monumental y su túnica, de la que nos dice la Escritura que era sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo (Jn 19,23c), es pintada en un rojo vivo manchado con espesas pinceladas de luz blancas, que hacen sobresalir aún más la figura del fondo, convirtiéndola en el punto focal al que irremisiblemente todas las miradas son atraídas desde que penetran en la estancia.
Recorremos su figura desde los pies, desde abajo hacia arriba. Después, una vez que advertimos el protagonismo de la mano abierta sobre el pecho, que acepta y no se resiste al mal, nuestra atención se dirige al rostro coronado de espinas, lleno de luz y de mansedumbre, con unos ojos que miran al cielo, y que hacia allí sabiamente nos conducen, permitiéndonos escapar de tanto dolor y descansar, como Cristo, en la comunión orante con el Padre.
El tumulto que rodea a Cristo se compone de más de veinte personajes distribuidos en apenas tres filas con cierta isocefalia, es decir, con las cabezas alineadas a una misma altura, pero apenas perceptible por el agitado y animado movimiento.
Los rostros se mueven de forma convulsa, se inclinan para mirar al condenado, giran hacia atrás, gesticulan y hablan a gritos, algunos nos miran fijamente y señalan con el dedo índice acusador. Los momentos previos y contemporáneos a la Crucifixión están cargados de una atmósfera de violencia por parte de todos aquellos que rodean a Cristo y que se mofan, gritan y lo escarnecen con ultrajes (ver Mt 27,39-44 y Lc 23,35-36).
Entre todas las figuras que le acompañan destaca el soldado que viste armadura del siglo XVI y que algunos consideran se trata de Longinos, el lancero que, tras atravesar el costado con la lanza, se convirtió e hizo acto de fe: “Ciertamente este hombre era justo” (Lc 23,47).
Las calidades del acero y el reflejo de los rojos de la túnica son un prodigio de maestría técnica en un Greco obsesionado por la óptica y el comportamiento de los espejos cóncavo-convexos, con un tratamiento más suelto y desdibujado en las pinceladas que arrastran el pigmento rojo por toda la superficie. En el rostro del soldado sin duda percibimos el retrato personal de un noble caballero toledano.
como cordero llevado al matadero para redención nuestra
El Greco se inspiró para la realización de El Expolio en las fuentes evangélicas y en las Meditaciones sobre la Pasión de San Buenaventura, que incorporaban nuevos detalles, como la presencia de las santas mujeres. Sin embargo, éstas no aparecen en los evangelios canónicos más que en el momento de la crucifixión (Lc 23,49), pero no en el del expolio, como se lee en el evangelio apócrifo de Nicodemo, el único que relata el episodio del expolio.
Es evidente que el motivo del cuadro aporta un nuevo caudal de sentimientos, por la contemplación sufriente de la madre en esta escena tan vergonzosa y denigrante contra el Hijo, por lo que son muchas las versiones posteriores que también han matizado o reforzado el dolor de María; pero esta es sin duda la que mejor muestra el dolor de la Virgen María, que, sostenida y confortada por la joven Magdalena, cierra los ojos y contrae la comisura de los labios en un gesto dramático de profundo dolor contenido.
También parece ser idea de San Buenaventura la presencia de una soga atada a la muñeca de Cristo, puesto que según comenta en sus meditaciones, cuando camino del Calvario estaba Jesús tan agotado que no podía llevar la Cruz, se la dieron a llevar a otro y a Él le arrastraron atado con una soga, como se habría hecho con un ladrón. El sayón o verdugo que a la derecha viste de verde, con una mano tensa la cuerda mientras que con la otra se dispone a desnudar a Cristo.
La tarde se cubre de espesos nubarrones. La pincelada nerviosa del pintor desordena las lanzas altivas entre los empastados celajes celestes que se preparan para el cataclismo sísmico, anunciado por el profeta Joel para el Día de Yahvéh (Jl 3,4).
Todo un Dios expoliado, humillado impúdicamente delante de la multitud, que se entrega como ofrenda para ser escarnecido y muerto. El mismo Señor de todas las cosas que abre los brazos en señal de mansedumbre y asume sobre sí todo el ímpetu de la ira y toda la injusticia para devolvérnosla convertida en amor.