En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:
«¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?».
Y se escandalizaban a cuenta de él.
Les decía:
«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando. Marcos 6, 1-6
Jesús llega a su tierra, la que le ha visto crecer, en donde viven sus parientes y amigos. Es uno más entre todos. Pero tras una breve ausencia de pocos meses, llega transformado y precedido por una fama que llena de desconcierto a aquellos que han convivido tantos años con él sin apreciar nada extraordinario.
Llegado el sábado, la expectativa entre sus conciudadanos es enorme, aguardando lo que les va a decir. San Lucas cuenta en su evangelio que Jesús leyó “como era su costumbre”. Él, pues, era el que leía habitualmente la Escritura en hebreo para hacer luego la paráfrasis en arameo, la lengua que hablaban los habitantes de Nazaret. Pero esta vez, quedan sorprendidos y no en sentido favorable, pues no acaban de entender la sabiduría que muestra Jesús, acostumbrados, como estaban, a verlo como uno más de ellos.
Conocen lo que se dice de Él por los milagros que ha realizado en las ciudades del lago, comprueban la sabiduría con la que habla, pero lejos de hacerles reflexionar no se ven capaces de renunciar a sus ideas preconcebidas. Se habían formado una imagen de Jesús de la que no quieren abdicar. Se presentan como ricos, llenos de sus propias convicciones y no se dejan sorprender por la novedad de Dios.
Toman la misma actitud que más adelante plantearán los fariseos y las autoridades de Israel: sus ideas preconcebidas, su ideología les impide reconocer la realidad que tienen ante sus ojos. Serán los pobres, no solo materiales, sino los que no defienden sus posturas, los que estarán abiertos para acoger a Jesús y reconocer en Él al Cristo, cumpliéndose la primera de las bienaventuranzas: “Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
Se dejan envolver por el escándalo de los bien pensantes que no conciben que Dios sea libre de manifestarse en quien quiera, y en lugar de acoger los signos que les son presentados, los rechazan y expulsan de su tierra al que les traía la paz.
Jesús ha de quejarse amargamente de ellos, admirándose de su falta de fe. Una falta de fe que impide que se manifieste entre ellos su poder sanador.
Hoy día ocurre algo semejante en los países de vieja cristiandad, una sociedad que se está precipitando a pasos agigantados hacia la oscuridad. Se han acostumbrado a ver a Cristo en su Iglesia, forjándose una idea preconcebida y pertinaz que les incapacita para reconocer la Verdad que les lleva a la Luz y a la Vida. Pero Jesús no se deja arredrar por el rechazo de su tierra sino que “recorría los pueblos de alrededor enseñando”.
La palabra de Vida no puede callar aunque no sea acogida, suscite oposición y devenga en persecución abierta, como ocurrió con el mismo Jesús en Nazaret. El mundo necesita la vida y si para que tenga vida, el cristiano ha de entrar en la muerte, esa aceptación -como la de Cristo- se convierte en fuerza redentora.