“Así pues, el clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los egipcios los oprimen. Ahora, pues, ve; yo le envío a Faraón, para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto” (Ex 3,9-10).
Después de anunciar a Moisés que va a librar a su pueblo y que le llevará a una tierra prodigiosa que destila leche y miel, empieza Dios, como quien dice, a poner manos a la obra. Le dice a Moisés: ve y preséntate ante el Faraón, quiero librar a mi pueblo de sus manos, aquí estoy yo para salvarle.
He aquí un rasgo esencial que veremos aparecer en todas las manifestaciones de Dios a lo largo de la Escritura: Dios es quien salva. El se inclina ante el humilde y el desvalido y, más aún, tal y como lo presentan los profetas, es padre de huérfanos y protector de las viudas.
Si emprendiésemos la tarea de sondear y analizar tantos y tantos textos de las Sagradas Escrituras en los que Dios resplandece en su faceta de salvador y valedor de los abandonados, desvalidos, humillados, excluidos, etc., nos enfrentaríamos a una tarea realmente interminable. Como pincelada maestra de estos oídos de Dios que escuchan a los suyos, podríamos detenernos en la figura de Ana, madre de Samuel, quien fue uno de los jueces que con más acierto y rectitud gobernó a Israel en la tierra prometida.
Ana, mujer de Elcaná, vivía angustiada por las intrigas y humillaciones de la otra mujer de su marido llamada Peninná. La causa residía en que era estéril, por lo que Peninná aprovechaba esta carencia, como así se llamaba entonces, para herirla haciendo más sangrante y dolorosa su desgracia. El autor bíblico nos lo expone de esta manera:
‘Su rival la zahería y vejaba de continuo, porque Yahvé la había hecho estéril. Así sucedía año tras año; cuando subían al Templo de Yahvé la mortificaba. Ana lloraba de continuo y no quería comer. Elcaná, su marido, le decía: Ana. ¿Por qué lloras y no comes? ¿Por qué estás triste? ¿Es que no soy para ti mejor que diez hijos?” (IS 1,6-8)
Después de estas palabras, el autor nos relata un detalle que nos da a entender la impresionante grandeza de esta mujer a pesar de la violencia que se está ejerciendo sobre su corazón y su ánimo. Empieza diciéndonos que se levantó y se puso ante Yahvé”, y que, llena de dolor, le oró llorando sin consuelo al tiempo que hacía el siguiente voto: ¡Oh Yahvé, Dios mío! Si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y acordarte de mí, no olvidarte de tu sierva y darle un hijo varón, yo lo entregaré a Yahvé por todos los días de su vida y la navaja no tocará su cabeza” (1S 1.11)
Tristeza, humillación, dolor, burla… ¿Qué más podríamos añadir a la carga de Ana? Sin embargo, no se revuelve contra nadie, no habla mal a su marido de la que es causa de sus males, no alberga en su corazón intrigas ni rencores ni venganzas.
Ana es una mujer de fe como tantas que recorren la historia de la salvación de Israel. Justamente, por esta confianza que nace de su fe y por su piedad, recurre al único que le puede hacer justicia: Dios, el Dios a quien alaban su corazón y sus labios.
El autor nos narra la concepción de Samuel de una forma extremadamente concisa, como si no quisiera sino ofrecer simplemente una chispa, un fogonazo más que revelador de la insondable misericordia de Dios: . . . Regresaron, volviendo a su casa, en Ramá. Elcaná se unió a su mujer Ana y Yahvé se acordó de ella. Concibió Ana y llegado el tiempo dio a luz un niño a quien llamó Samuel, porque, dijo, se lo he pedido a Dios” (1S 1,19-20).
Cuando fue a presentar su hijo Samuel a Dios en el Templo, de sus labios brotó agua cristalina, una de las oraciones más hermosas de todos los tiempos. Es el grito de victoria y alabanza de una mujer caída y levantada; humillada y ensalzada; abatida y elevada. He aquí un retazo de su bellísima alabanza: ‘Mi corazón exulta en Yahvé, mi fuerza se levanta en Dios, mi boca se dilata contra mis enemigos, porque me he gozado en tu socorro. No hay Santo como Yahvé… Levanta del polvo al humilde, alza de la basura al indigente para hacerle sentar junto a los nobles, y darle en heredad un trono de gloria, pues de Yahvé son los pilares de la tierra y sobre ellos ha asentado el universo. Guarda los pasos de sus fieles…” (1S 2,1-2 y 8-9).
Esta faceta de Dios inclinándose a los desvalidos, está, como ya he señalado, presente a lo largo de toda la Biblia. Y es la que en el texto que nos ocupa da a conocer a su siervo Moisés: “He oído su clamor y he visto su dolor”. Puesto que he visto y oído, he decidido que ya ha llegado el momento de hacer saber a mi pueblo santo que estoy con él, que no le he dejado en el olvido. Es por eso que estoy hablando contigo, tú serás quien libre a este pueblo, yo estaré contigo; mi Fuerza será la tuya, y mi Palabra también: “Ve, yo te envío al Faraón”.