«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando veáis a Jerusalén sitiada por ejércitos, sabed que está cerca su destrucción. Entonces, los que estén en Judea, que huyan a la sierra; los que estén en la ciudad, que se alejen; los que estén en el campo, que no entren en la ciudad; porque serán días de venganza en que se cumplirá todo lo que está escrito. ¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! Porque habrá angustia tremenda en esta tierra y un castigo para este pueblo. Caerán a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones, Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que a los gentiles les llegue su hora. Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación». (Lc 21,20-28)
Nos encontramos en la última semana del tiempo ordinario. La liturgia de la Palabra de estos días nos sitúa ante el horizonte escatológico que nos espera: la venida de Jesucristo en gloria para juzgar a vivos y muertos, la consumación de la historia y el mundo, y la instauración definitiva del Reino Dios. Jesús habló a sus discípulos abiertamente de esta verdad y profetizó la destrucción del Templo de Jerusalén y la inauguración de una Nueva Alianza en su Cuerpo, que es la Iglesia por medio de su Misterio Pascual, es decir, de su victoria sobre la muerte a través de su Resurrección: «Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19). La ruina de Jerusalén y de su Templo el año 70 es un signo histórico y profético de cuanto acontecerá al final de los tiempos cuando Jesús vuelva a completar la historia de la salvación.
¿Qué dice la Iglesia de esta segunda venida del Señor? Apoyada y fundamentada en la palabra de Jesús y el testimonio de las Escrituras, sostiene que antes de producirse la Parusía = Venida de Jesús, la Iglesia será sometida a una dramática y dura prueba. En estos términos lo explica el Catecismo de la Iglesia Católica: «Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el ‘misterio de iniquidad’ bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2 Ts 2, 4-12; 1Ts 5, 2-3;2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22).
Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS 3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, ‘intrínsecamente perverso’ (cf. Pío XI, carta enc. Divini Redemptoris), condenando ‘los errores presentados bajo un falso sentido místico» ‘de esta especie de falseada redención de los más humildes’; GS 20-21).
La Iglesia solo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap20, 7-10) que hará descender desde el cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2 P 3, 12-13) [nn. 675-677].
El Evangelio de hoy (los vv. 20-al 28) nos invita a discernir los «signos de los tiempos» que estamos viviendo, desde la esperanza. No hemos de temer a nada ni a nadie, nuestra vida está en manos de Dios, Él tuvo la primera palabra en la creación del mundo y de la historia de diálogo y comunión que ha querido establecer con el hombre, y tendrá, también, la última. La destrucción de la Jerusalén histórica profetizada por Jesús es un símbolo del final de la historia y del mundo. Jerusalén sucumbió como consecuencia de su pecado. Esta destrucción, como todas las catástrofes históricas, además de haber sido un suceso social y político, fue un acontecimiento religioso. La ciudad santa sucumbió víctima de su pecado, de haber rechazado la salvación que se le ofrecía en Jesús. Jesús expresa su compasión por las víctimas y pone en guardia a los discípulos para que no perezcan. Ellos no han comulgado con este pecado de Jerusalén. No deben perecer en ella. Pero la ciudad y el pueblo judío no son rechazados definitivamente. Su rechazo es una especie de tregua para dar paso a los gentiles (cf. Rm 11.) Ante la venida del Hijo del Hombre, que se hará patente, clara como la luz del mediodía, el pánico será la actitud del incrédulo, el gozo será la herencia del creyente. Para este se acerca la salvación. Se toca ya la esperanza. El creyente irá con la cabeza erguida, rebosante de gozo el corazón, al encuentro de su Señor, a quien ha amado, por quien ha vivido, en quien ha creído, al que anhelante ha estado toda la vida esperando. Fijémonos en las últimas palabras: «Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación» (Lc 21,28).
El núcleo del mensaje de estos últimos días del año litúrgico no es el miedo, sino la esperanza de la futura liberación, es decir, la esperanza completamente cristiana de alcanzar la plenitud de vida con el Señor, en la que participarán también nuestro cuerpo y el mundo que nos rodea. Los acontecimientos que se nos narran tan dramáticamente quieren indicar de modo simbólico la participación de toda la creación en la segunda venida del Señor, como ya participaron en la primera venida, especialmente en el momento de su pasión, cuando se oscureció el cielo y tembló la tierra. La dimensión cósmica no quedará abandonada al final de los tiempos, ya que es una dimensión que acompaña al hombre desde que entró en el Paraíso. La esperanza del cristiano no es engañosa, porque cuando empiecen a suceder estas cosas —nos dice el Señor mismo— «entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria» (Lc 21,27). No vivamos angustiados ante la segunda venida del Señor, su Parusía: meditemos, mejor, las profundas palabras de San Agustín que, ya en su época, al ver a los cristianos atemorizados ante el retorno del Señor, se pregunta: «¿Cómo puede la Esposa tener miedo de su Esposo?«.
Oremos meditativamente este embolismo de la liturgia eucarística: «Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo«. Amén.
Juan José Calles