«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando veáis a Jerusalén sitiada por ejércitos, sabed que está cerca su destrucción. Entonces, los que estén en Judea, que huyan a la sierra; los que estén en la ciudad, que se alejen; los que estén en el campo, que no entren en la ciudad; porque serán días de venganza en que se cumplirá todo lo que está escrito. ¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! Porque habrá angustia tremenda en esta tierra y un castigo para este pueblo. Caerán a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones, Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que a los gentiles les llegue su hora. Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”». (Lc 21,20-28)
Estamos terminando la celebración del año litúrgico; y después de haber vivido el pasado domingo la Solemnidad de Cristo Rey, que es un canto a la realización plena de los planes de redención y de salvación de los hombres que Cristo ha llevado a cabo con su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección; hoy la Iglesia nos sitúa en el horizonte de los “nuevos tiempos”, del final de la historia de los hombre sobre la tierra, y, a la vez, en el final de la vida en la tierra de cada uno de nosotros.
Los exégetas seguirán haciendo estudios y consideraciones sobre las posibilidades de interpretar las palabras de Cristo que recoge el Evangelio de la Misa de hoy, y las relaciones que puedan esconder entre la destrucción de la ciudad de Jerusalén y el fin del mundo.
Nosotros podemos aplicar esas imágenes de desolación, de persecución, de tragedia que menciona el Señor, al acontecer de cada uno de nuestros días; a los quehaceres cotidianos en los que podemos descubrir la cercanía del Señor, su caminar a nuestra lado, con nosotros, en todos los momentos de nuestro vivir.
“Porque habrá angustia tremenda en esta tierra y un castigo para este pueblo”. Son las contradicciones, las contrariedades, los obstáculos de todo tipo a nuestra vida cristiana que nos encontramos en el acontecer de nuestro día: en el trabajo profesional con discrepancias con jefes y compañeros; en las amistades que a veces nos abandonan en los momentos de crisis; en enfermedades que se presentan de improviso y con violencia; en el sufrimiento por la muerte de los seres queridos; por una injusticia sufrida;… Y a los sufrimientos propios se unen los padecimientos de nuestros hermanos en la Fe que son encarcelados, juzgados, e incluso asesinados, en diversas partes del mundo, por la única razón de creer en la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
“Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que a los gentiles les llegue la hora”. ¿Nos abandona el Señor en esas circunstancias?, podemos a veces preguntarnos. ¿Nos rechaza por nuestros pecados? El demonio aprovecha estas situaciones para tentarnos con la desesperanza y con la angustia, para empujar así a nuestro espíritu a desconfiar del Amor de Dios, de la palabra salvadora de Dios, de las promesas de Dios. En esos momentos en los que vemos el horizonte lleno de obscuridad, del diablo quiere meter en nuestro corazón y en nuestra mente la idea de que Dios nos castiga cruelmente por nuestros pecados; nos rechaza por tantas infidelidades a lo largo de nuestra vida, y nos abandona a nuestra suerte.
“Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán”. El Señor nos avisa, y prepara nuestro espíritu a confiar en Él, en sus Palabras, en la Iglesia; para no tener miedo a nada ni a nadie; para crecer siempre en la Fe, en la Esperanza, en la Caridad.
La conducta nada ejemplar de personas que tendrían que dar siempre buen ejemplo en la Iglesia: sacerdotes, familias, religiosos, nos podrían desconcertar, e incluso crear algunas dudas y nubes sobre nuestra Fe. Nuestra Fe, nuestra Esperanza se fundamenta en Cristo, no en ningún hombre por muy santo que sea. Y así, repetimos en el interior de nuestro corazón las palabras de san Pablo a los Romanos (8, 35-39): ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada?Pero en todas estas cosas vencemos con creces gracias a aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro.
En momentos en los que las cosas parecen estar más en contra de la Iglesia, de nuestra Fe, en loa que nos puede asaltar también el pensamiento de que la venida de Cristo a la tierra haya sido inútil, que ha sido un fracasado; y que, por lo tanto, los cristianos somos los más despreciables de los seres humanos, el Señor nos abandona y nos deja solos ante los peligros, las tentaciones, el dolor de nuestros pecados.
“Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”. ¿Quién nos ayudará a ver la luz de Dios en la obscuridad de nuestra vida? ¿Quién será nuestra guía para caminar en medio de las contradicciones y peligros sin perder el camino? María, la Santa Madre de Dios, con su ternura y su misericordia maternal nos dará la paz, y sostendrá nuestros corazones firmes en medio de cualquier tribulación.
Ernesto Juliá Díaz