Dijo Jesús a los fariseos: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se mmurió también el rico y lo enterraron. Y estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vió de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno, y gritó: «Padre Abrahán ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas». Pero Ahrahán le contestó: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a su vez males; por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros». El rico insistió: «Te ruego, entonces, padre que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento». Abrahán le dice: «Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen». El rico contestó: «No padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán». Abrahán le dijo: «Si no escuchan a a Moisés y a los profetas, no harán caso aunque resucite un muerto». (Lc 16 19-31)
El evangelio que se proclama este día del Señor, enlaza con el del domingo pasado; aquel del administrador infiel, cuya astucia es alabada por el Señor. El nexo de unión me lo sugiere la primera lectura, tomada del versículo 7 de Amos 6: «Se acabó la orgía de los disolutos».
La astucia, pienso, no está en alterar los recibos de «mi» Señor, que me va a quitar la administración, sino en la consciencia plena y doble de que la «administración se acaba» y que debo preocuparme porque se me acoja en «las morada eternas». El desastre estriba en no tener presente el final y desentenderse del destino, no creer, ni lo uno ni lo otro. Pero la orgía, la juerga, se acaba.
Eso nos vale a todos y es lo que le ocurre al rico que banquetea espléndidamente todos los dias; sin tregua se ofrece a sí mismo todo cuanto puede, exacerbando sus apetencias, cada vez mas insensibles a su contínuo y creciente tiranía. Ese embrutecimiento consumista hace que no se percate del mendigo, que está a la espera de recoger lo que se tira pero «nadie se lo daba». Triste panorama, donde ni siquiera lo que esta destinado a arrojarse como sobras no es entregado en la mano del pobre. No es pequeño crimen preferir tirar las sobras, los excedentes, que entregarlas a los pobres que las esperan.
Pero muere el pobre y muere el rico. De nada aprovechan las riquezas frente a los designios de Dios. La muerte nos iguala. Los sueños de inmortalidad que alienta el cientifismo, son una celada más del maligno. Con la muerte se extingue la voluntad; los ángeles inmortales eligieron por una sola vez; los hombres conservamos la libertad mientras vivimos; después se abre un abismo insalvable; «para que no puedan cruzar; aunque quieran» . «En el infierno, en medio de los tormentos» los ricos compensan sus excesos e injusticias. Así lo esplica Abahán.
Pero Jesús vá mas lejos, y, hablando de su propia resurrección, y del «ensayo» mostrado en su amigo Lázao (el dato de imponer al mendigo el mismo nombre que el del hermano de Marta y María no puede pasarse por alto) apunta a la dureza de corazón, y a su causa primera: no escuchar. «Tienen a Moisés y a los prfetas: que los escuchen».
Me tiene sobrecogido el origen de la pabara «adicto». Resulta que las «adicciones», que nos tiranizan y nos llevan a muchos lugares de tormento, son el resultado de una sordera práctica. El «a-dicto», es aquel al que no se le ha dicho, al que no se le ha hablado o, por lo que sea, no ha escuchado, no ha sido advertido; aquel a quien no le han corregido, no le han enseñado. Torá significa «enseñanza», mejor que «ley». Son muy graves las consecuencias de no escuchar. De ahí que sea el primera mandamiento, el presupuesto ineludible: «Escucha Israel..» ( Dt 6.4). Si sólo nos escuhamos a nosotros mísmos, estamos perdidos. La vida nor viene de «escuchar» de quien nos ha creado, nos ama, nos redime, nos perdona y nos espera.
Si sólo te escuchas a tí mismo, en realidad prestas oido a tus ruidos, donde antes de tu conciencia ya había anidado el mal y, por ende, la infelicidad. EL aislamiento, la soledad, la angustia «las llamas» que me torturan… no son más que el fruto de la alienación, del embrutecimiento del consumismo. Amós habla de lechos de marfir, el Papa Francisco de «canapés» (sofás); los carneros y las terneras son hoy el refinamiento y las exquisiteces culinaria cuando no la obsesión por la dieta; el lino y la púrpura no son otra cosa que «la moda» y «la imagen-apariencia»; los canturreos e invención de instrumentos, no es más que el aturdimiento e inflicción mediante la música (con ritmos y letras) y sus experimentos, etc. Los vinos y los perfumes siguen siendo l conexión con lo mas instintivo. Nada nuevo bajo el sol. Pero todas esas anestesias sociales lo que consiguen es que no escuchemos «aunque un muerto resucite». Hemos optado por la alienación -la juerga- en forma tan profunda que nada nos cambia, ni siquiera el hecho de que un muerto resucite. Es lo que la Iglesia asegura.
Jesús no sólo ha resucitado sino que, como recuerda hoy Pablo a Timoteo, volverá. «Combate el buen combate de la fe… hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo».