Santos: Mateo, Apóstol y evangelista, patrono de aduaneros, loteros, expendedurías de tabaco y recaudadores de Hacienda; Alejandro, Isacio, Melecio, obispos; Pánfilo, Eusebio, mártires; Bernarda de Tarantasia, Ifigenia, vírgenes; Néstor, confesor; Gregorio, monje; Jonás, profeta.
Fue piedra de escándalo para los fariseos y el pueblo. Tenía un oficio nada agradecido; recaudaba impuestos. Y ¡cómo va a agradar al paisano que le tomen su dinero para el fisco! Mucho menos si el cliente es judío y, además, si sabe bien que su contribución va a las arcas romanas y servirá para que sigan dominándoles. Y esto humillaba sobremanera al pequeño, pero soberbio pueblo. Además, él era un jefe, porque parece ser que el cuerpo de recaudadores gozaba de alguna organización, cosa propia, por otra parte, de cualquier actividad que mueve dinero. Se llamaba Leví.
La llamada que le hizo Jesús al apostolado rompía los esquemas de los israelitas piadosos y temerosos de Dios que no habían sido todavía capaces de soltar las amarras de los prejuicios sociales. Porque aquel recaudador estaba considerado a la altura que tenían las prostitutas. Pero él dejó de pronto su puesto, abandonó gozoso los dineros en la mesa y se marchó con el joven rabí; aquel abandono tenía el corte de lo definitivo. Después se confirmará su alternativa en la ladera de la Montaña.
Cuando el Señor marchó al cielo, Mateo se quedó en Palestina predicando a los judíos que Jesús vivía después que murió. Como los primeros cristianos son de la ciudad y sus contornos, va cuidando a la comunidad que surge vigorosa y agradecida. Llega el momento de notar las necesidades nuevas que poco a poco van apareciendo y decide poner por escrito los hechos y dichos de Jesús.
Va a ser el primer evangelista. Recoge las parábolas y sus explicaciones, los discursos, los milagros, los gestos y los mandatos; se recrea en recalcar a los que leerán aquellos pergaminos que Dios no rechaza a los pecadores, sino que los buscó siempre con verdadero apasionamiento y asegura de modo firme y seguro que Jesús llama a todos a su lado para que formen parte del Reino. Y lo hizo en arameo, la lengua vulgar que hablaba Jesús, aunque la versión que nos ha llegado está en griego; allí quedaba resumida la enseñanza de Pedro y Pablo, la de la primitiva Iglesia que estaba balbuceando y se abría paso –con dificultades– entre los judíos, y ya comenzaba a asentarse también entre los paganos.
Sus fieles son principalmente judíos. No rehúye hablar del culto, de las fiestas y mencionará los Libros Sagrados, a Moisés y a los profetas; y, lo que es más, se apoyará en ellos para afirmar que Jesús es el Mesías porque en Él se cumplen las antiguas profecías: la genealogía, su nacimiento de madre virgen, la pasión redentora, la muerte afrentosa con bienes espirituales universales. La misma resurrección de Jesús entra dentro del plan previsto por Dios afirmando que es, definitivamente, el prometido a los Patriarcas y recordado por los profetas. Ya no hay que esperar a otro.
Da una explicación congruente para aclarar por qué Jesús renunciaba a que en público se le llamara Mesías; y es que habían cambiado su misión confundiéndola con una esperanza temporal, política y terrena; solo en algunos pocos –piadosos y santos– se conservaba la verdadera esperanza de salvación que Él traía.