Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.» Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.» Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros.» Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.» Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío.» Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (San Juan 20, 24-29).
COMENTARIO
Esta es una palabra llena de contenido. Después de la aparición a María Magdalena, a Pedro y a los de Emaús, la palabra presenta hoy los primeros encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, en los que reciben el Espíritu Santo y son enviados a la misión con el poder de perdonar los pecados.
La llamada de los discípulos a semejanza de los apóstoles y profetas, en espera de la manifestación final de la salvación, que hemos recibido por la fe en Cristo se nos hace presente. Como dice el Papa Francisco, el Señor espera a quienes quedamos retrasados para manifestársenos como a Tomás, cuya obstinación arranca para nosotros una bendición, porque la fe supera a los sentidos, gracias al testimonio del Espíritu Santo.
Los discípulos han sido incorporados a la comunión del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, recibiendo el don de la alegría y paz, ratificado tres veces por el Señor; reciben el envío del Señor, y el “poder” de Cristo para perdonar los pecados, y a través de la profesión de fe de Tomás, son fortalecidos en una fe que no necesita apoyarse en los sentidos, sino en el testimonio interior del Espíritu. En efecto, Tomás ha visto a un hombre y ha confesado a Dios, como observa san Agustín, cosa que no pueden producir los sentidos sino el corazón creyente que ha recibido el Espíritu Santo. Las heridas gloriosas de Cristo sanan las de nuestra incredulidad. Esta es la finalidad para la que se ha escrito el Evangelio, como dice san Juan: para ayudarnos a creer y que por la fe recibamos Vida Eterna.
Lo que los discípulos han recibido de la boca del Señor, lo tendrán que transmitir a quienes sin haberlo visto, creerán en su testimonio y en la predicación, para que la salvación alcance hasta los confines de la tierra.
La obra de Cristo en nosotros, comenzando por suscitarnos la fe, darnos vida por el Espíritu Santo, y trasmitirnos la Paz y la alegría, se completa al constituirnos después en portadores del amor de Dios en el perdón de los pecados.
Cristo ha sido enviado por el Padre para testificar su amor y para que a través del Espíritu recibiéramos la vida, nueva para nosotros y eterna en Dios, de comunión en el amor: “Un solo corazón, una sola alma en los que se comparte todo lo que se es, y todo lo que se posee. Así, visibilizando el amor testificamos la Verdad de Dios y el mundo es evangelizado y salvado por el perdón que la Iglesia administra a través de nosotros a nuestros semejantes.